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Migrados
Coordinado por Lola Hierro

Diario de un cubano (IX): El acertijo de emerger

Autor: Alejandro Escamilla (CC Unsplash)

Aprendí que no se puede dar marcha atrás,

que la esencia de la vida es ir hacia adelante.

La vida, en realidad, es una calle de sentido único.

Agatha Christie

La vida, ¿qué es la vida? La voz retumbaba en mi cabeza mientras mis párpados cansados se cerraban a voluntad. Me quede allí tirado sobre un camastro improvisado en el cuarto de contadores. El piso estaba polvoriento y el olor a cable quemado acompañaba mis incursiones en la fallida filosofía personal del que trata de encontrarse a sí mismo.

A pesar de la humedad, del frío casi desértico, era aquel patético lugar el único en el que podía guarecerme de la madrugada. Permanecí inmóvil, derrotado por los inmensos pasillos que recorría todas las noches, como si esa acción repetitiva fuera una apología de aquel hombre que no podía hallarse a sí mismo.

No advertí los pasos que se acercaban; fue entonces cuando el sonido de la puerta me alarmó y el instinto me puso en pie con rapidez. A trasluz se veía una figura de hombre enorme; apenas entraba el resplandor de las farolas y no podía determinar por la silueta de quién se trataba. Segundos después se encendió la luz. Mientras mis pupilas se dilataban, los contornos se hicieron cada vez más parecidos a los de Don Alfredo.

En tono descompuesto e inquisitivo me preguntó: "¿Qué haces acostado en el suelo?" Aún estaba aturdido entre el letargo del sueño y el violento despertar, y perdí la noción del tiempo, sentí mareos y un dolor agudo en el espinazo.

Sin darme tiempo, el hombre agarró mi codo y me condujo hasta afuera;su reprimenda se acompañaba de aleteos descontrolados para enfatizar su indignación. Yo trataba de hablar pero no encontré ninguna frase que me exonerara de culpa. La sentencia llegó rápido: "Mañana lleva tu uniforme a la oficina, estás despedido".

Esa mañana, regresar fue unvía crucis. Me aparté de la costumbre de contemplar la timidez con que las sombras de la montañas acariciaban el valle, no jugué a adivinar las formas de las nubes escasas que se formaban, estuve absorto, respondiendo monosílabos por doquier, estaba ocupado en reprocharme la dosis de culpa por lo sucedido. Trataba erróneamente de medir la dimensión de los errores.

Cada minuto se perpetuaba. Si algo tiene el tiempo es que pasa al ritmo inverso de lo que sientes: cuando esperas que se vaya rápido y te sientes mal, se antoja lento y desafiante; cuando estás feliz, se hace efímero y volátil.

Sabía que, al contarle a mis compañeros, calaría un descontento similar al mío. En resumen, el albedrío tiene sus consecuencias. La sensación de fracaso no es un sentimiento para lidiar con él a solas, pero ahora cada una de los acontecimientos eran a cuenta y riesgo de un portador medio vacío que aún no advertía cuál debía ser la próxima acción. Eso suele llamársele desamparo y es como si la derrota te diera el tiro de gracia.

Suponía erróneamente, que, de alguna forma, compartiendo mi tragedia, encontraría una manera de compartir la carga que me agobiaba, pero eso no pasa cuando la clemencia se ausenta, cuando la esencia del ser humano está avocada a la supervivencia. La segunda sentencia no tardaría en llegar:"¿Cómo vas pagarte la vida? Nosotros no podemos mantenerte y en dos días hay que pagar la renta", me dijo con voz consternada uno de mis colegas.

Tuve la sensación de sostener yo solo el mundo, al menos, mi mundo. Cuando esto sucede, o despiertas o las piernas se te doblan a mitad del camino, el ritmo cardiaco desciende y las hormiguillas hacen que el brillo de los ojos se apague, pero aún así debes continuar.Lo singular de caer a ras de suelo es la conclusión de que no hay otro nivel más abajo. Queda ya sacudirte y subir nuevamente, tomar aire. Alguien dijo una vez que de las derrotas se aprende más que de las victorias.

Y quizás era eso la vida, un proceso por el cual viajamos en busca de nosotros mismos. Sería, en última instancia, encontrarnos en cualquier secuencia, en cualquier ola que nos haga emerger. Es la energía que nos impulsa como un todo hacia adelante a riesgo de estar solos.

Cuando ya adviertes el final de algo, se siente paz. Tiré la puerta y me puse en camino a la cita: "Aquí tiene su uniforme, gracias por su tiempo", le dije con cierta arrogancia. El hombre se quedó callado, me miró fijamente, quizás dudas en su mirada, pero al final yo era una pieza más, el chivo expiatorio de su voluntad, una especie de mercancía que podía desechar cuando él quisiera.

A la puerta me acompañó Coralia, una mujer entrada en edad, de mediana estatura y muy amable. Advirtiendo mi pesar, y como ángel al auxilio del que se encuentra a la deriva, me dijo con tono maternal: "No importa, hijo, de las malas experiencias se aprende, no tires la toalla…"

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Un relato triste pero precioso, por el que ha pasado y está pasando mucha gente y que no debemos olvidarnos.
Un relato triste pero precioso, por el que ha pasado y está pasando mucha gente y que no debemos olvidarnos.

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