Diario de un cubano (I): Puertas que se abren
Cuba, por Jordi Martorell (CC)
¿Por qué contentarnos con vivir a rastras cuando sentimos el anhelo de volar? Helen Keller
Ahora no eran figuraciones, ni sueños aun no fraguados, no eran imágenes que se frisaban, ni la maqueta que me había regalado mi primo Raúl a los siete años, ni tampoco el avión que siempre quise pilotar.Era real: Las puertas se abrieron. El ajetreo, el bullicio de los que buscaban sus puertas de embarque, los tensos momentos de la aduana, era como ir naciendo nuevamente poco a poco, era abandonar las murallas que me separaban del mundo.
Entendí entonces a aquel niño que se abrazó a su abuela antes de partir y le juró que alguna vez, cuando fuera grande, regresaría. Yo, en cambió, juré al menos: volver cuando fuera más viejo, con más canas, con más arrugas en la piel.
Y después, la fuerza G, las azafatas, los asientos, las señales, el pequeño e imperceptible movimiento del avión poniéndose en pista, el estrechonazó, la fuerza G oprimiéndome. “Ahora sí, Kima” le dije a mi compañero de aventuras. Iba la nave ganado altura, se iba desfalleciendo la imagen verde, las nubes abrazadas entre sí formaban un halo divino,
Tan pequeños ahora se ven mis recuerdos de entonces. En algún lugar que ahora miraba distante estaban los míos, los que dejé, quizás buscando mi sueño.
El verde azul de la estratosfera, la oscuridad del largo camino a su Europa, las pequeñas bandejas de una comida extraña con sabores poco acostumbrados, tanta gente hablando diferentes idiomas a mi alrededor.
Cuando todos dormían y pude quedar a solas conmigo, el miedo me sobrecogió, la nostalgia se colgó de mi cuello, ahora entendía que me iba, pero no del todo. Cada vez me alejaba de las calles que me vieron crecer, de los amigos que me buscarían, de mi familia que guardaría mi lugar en la mesa.
El mundo se hacía grande, y por más distante que estuviera, más cerca estaría yo de la vida que tuve. Las imágenes danzaban como cataratas, los pequeños detalles que eran imperceptible antes ahora cobraban vida. No pude dormir, solo dejar que mis lágrimas cayeran, que se deslizaran como las de mi madre cuando no pudo decirme adiós.
Un nudo en la garganta, un simple hasta luego bastó como despedida. Tras ocho horas, Europa me abría los brazos. Desde el cielo la ciudad de Madrid parecía tan perfecta y uniforme... Cada lago, cada calle parecía estar ahí porque se había dibujado con un énfasis intencionado.
Para quienes han vivido en el caos, para los que hemos habitado detrás de la muralla, la libertad nos parece albedrío, nos hacía levitar aun con los pies en el suelo, con la vista fija en los pasillos, en las luces, en los monitores que parpadean sin cesar.
En medio de cientos de personas que sabían dónde iban, que idioma hablaban o cómo eran los mecanismos para alcanzar sus objetivos yo estaba allí, sin saber qué me deparaba el destino, con cien dólares en la cartera y el deseo único de sobrevivir, revivir, adaptarme, reinventarme, fusionarme y emprender.
Mi viaje no terminaba allí. Apenas tomaba un respiro, pedí algo de comer y me senté a frente a una inmensa cristalera a ver cómo los aviones iban y venían cargados, a lo mejor, de muchos que como yo se están buscando a sí mismos.
Las puertas se habían abierto para mí, había dejado de ser ciudadano de mi país para convertirme en ciudadano del mundo. Eso es emigrar, dejar todo atrás para reformularte en un nuevo comienzo. Es
renunciar a tus costumbres, es probar que un nuevo reto te hará ser más grande, es sufrir por lo que fuiste, por los que dejaste, es descubrir que el mundo es tan inmenso, tan diferente, tan variado en formas e ideas. Es dejar que las nostalgia sea parte de tu sangre.
"Las puertas que se abren" es el primer capítulo del diario de Ernesto García Machín, migrante cubano que hoy reside en Tenerife.
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