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Tribuna
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Máquina y laberinto de cosas

El arte de Vargas Llosa es el de desmontar y luego volver a armar cada pieza de cada obra

Sergio Ramírez

La ruptura provocada por los escritores del boomtuvo como beneficiarios más inmediatos a quienes pertenecíamos a la generación inmediatamente posterior. Eran maneras de contar novedosas que abrieron nuevas compuertas en la estructura narrativa y en las formas del lenguaje, un fenómeno que no se daba en la lengua castellana desde los tiempos del modernismo.

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García Márquez enseñaba que la fábula que vivía en nuestra memoria era inagotable, y que se podían contar las mentiras más desproporcionadas con rostro imperturbable; pero la fuerza de su influencia convirtió a no pocos incautos en imitadores sin remedio. Había que cuidarse mucho de aquella trampa mortal del realismo mágico, en la que se arriesgaba quedar atrapado.

Para Carlos Fuentes la novela era un sustituto de la historia pública, más allá del presupuesto de Alejandro Dumas de que la realidad es sólo el clavo donde se cuelga la novela; entraba en todos los resquicios de la historia, y podía suplantarla, de modo que la novela se leyera como si fuese la historia misma. Y de Cortázar aprendimos que la literatura era un mecano para armarse de las más disímiles maneras, el juego de brincar sobre los números trazados con tiza en las baldosas convertido en metafísico; y al final terminaba mostrando que en el fondo de su espíritu lúdico habitaba un poeta solitario.

Mario Vargas Llosa, el menor en edad de estos cuatro evangelistas que enseñaban la buena nueva de que una narrativa distinta y novedosa era posible, marcó de manera eficaz, y sin obviedades, las nuevas maneras de escribir. Su estilo, más de medio siglo después, sigue siendo el de un cronista de hechos.

Uno podía pasar por sus enseñanzas sin marcas y sin huellas, y la experiencia al abrir alguno de sus libros fundamentales, empezando por La ciudad y los perros, era la de ingresar en un taller de escritura particular, un solo maestro y un solo alumno entregado al ejercicio de desmontar cada biela, cada resorte del mecanismo para darse cuenta de cómo estaba construido, y luego volverlo a armar. “Esa máquina de laberintos y cosas” de que habla Cervantes en El Quijote.

Una carpintería minuciosa, de ajustes y ensamblajes precisos, que no era nunca arbitraria

La experiencia de enfrentarse a un libro donde los acontecimientos se articulaban de manera simultánea perteneciendo a espacios y tiempos diferentes nunca fue compleja para el lector novicio, como puede parecer, y se volvía atractiva por los misterios a desentrañar. ¿Quién era realmente el Jaguar, el cadete de la escuela Leoncio Prado? Lo sabríamos a su debido tiempo, como en las novelas policiacas; pero su identidad estaba allí desde antes, escondida en el acertijo.

Una carpintería minuciosa, de ajustes y ensamblajes precisos, que no era nunca arbitraria. El aprendiz sabía que la novela se presentaba como una propuesta matemática donde una de las reglas era la repetición ordenada de los procedimientos; una experiencia desusada, pero donde el escritor demostraba que ejercía la responsabilidad de sostener la estructura sin arbitrariedades.

Se trataba de un acertijo, claro, pero con reglas. Una nueva manera de escribir, y también una nueva manera participativa de leer, y que no teniendo antecedentes en la lengua, cautivó desde entonces a no pocos lectores entre quienes buscaban el goce mismo de vivir dentro de una novela.

El registro de la experiencia narrada precisamente como cotidiana, como si fuera la realidad, ni siquiera su espejo, con personajes del entorno del novelista que en La ciudad y los perros entran en escena robándose las pruebas de un examen escolar, el más común de los actos extraordinarios, para comenzar una novela de catadura juvenil.

Los personajes que encontraremos en La casa verde y en Conversación en la catedral, son soldados, patronas de burdeles, prostitutas, músicos, agentes de policía y periodistas gacetilleros, elevados a la categoría de héroes de novela, que hacen emerger de ellos mismos la épica a su propia medida, y cuya suma total no formará nunca una épica superior para la historia, porque la historia termina siendo siempre la decepción y la frustración.

Una literatura realista, que bien podría ser la de Flaubert, armada de otra manera que tampoco era la de Faulkner. Si el lector no encuentra marcas en su escritura, tampoco él las evidencia en cuanto a sus lecturas. La máquina de sus invenciones no dejó nunca de ser aleccionadora, y lo sigue siendo a través de un largo recorrido, que al llegar tan lejos, como ahora que celebramos sus ochenta años de vida, tampoco ha perdido nunca su energía juvenil.

Sergio Ramírez es escritor.

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