La modernidad de Sorolla
La historia del arte moderno necesita una revisión profunda para corregir una distorsión que sitúa sistemáticamente fuera del canon a pintores naturalistas como es el caso del creador valenciano
Los valencianos, ya se sabe, somos ruidosos y superficiales. Nos gustan las tracas y la paella. Adoramos a Sorolla, un pintor reaccionario que halaga nuestro mal gusto colectivo con escenas folclóricas de colorido vulgar. Esto, más o menos, era lo que pensábamos los jóvenes que comenzábamos a interesarnos por el arte en Valencia durante los años centrales del franquismo. El juicio, acuñado por el ala conservadora de la generación del 98, se había convertido en un cliché que todo el mundo aceptaba. El descrèdit de la realitat,un ensayo sobre el arte moderno publicado por el escritor valenciano Joan Fuster en 1955, pasaba de Rafael a Kandinsky ignorando a Sorolla. “Sorollista” y “sorollesco” eran calificativos despectivos. Me temo que en algunos círculos siguen siéndolo.
Lo curioso de ese cliché es su capacidad para imponer a lo largo de casi un siglo una imagen que contradice frontalmente la verdad histórica. En primer lugar, Sorolla no fue un “pintor local”. Nació y estudió en Valencia, pero la última etapa de su formación tuvo lugar en Italia y estuvo profundamente marcada por sus viajes a París. A continuación, con veintisiete años, se trasladó a Madrid. Y se abrió camino fundamentalmente fuera de España. Fue en Paris, Munich, Venecia, Viena, Berlín, Londres y Nueva York donde encontró a los críticos y a los coleccionistas con cuyo apoyo llegó a ser el pintor que fue. Era y sigue siendo muy popular, es cierto, en Valencia (y en el resto de España). Pero tanto la elite política y económica como los artistas locales han mantenido casi siempre hacia él una actitud ambivalente. Se refleja en la historia de las adquisiciones de su pintura para las colecciones públicas valencianas.
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Dos exposiciones recientes reconstruyen aspectos cruciales de su proyección internacional. La primera, Sorolla y Estados Unidos, concebida y realizada por Blanca Pons-Sorolla y Mark Roglan, se inauguró en Dallas en 2013 y llegó a Madrid en 2014. La segunda, la que motiva este artículo, se inauguró el pasado 3 de marzo en la Kunsthalle de Munich y podrá verse en el Museo Sorolla en el otoño. Se han encargado de ella como comisarias Blanca Pons-Sorolla y María López y se centra en las relaciones de Sorolla con París.
Sorolla visitó París por primera vez en 1885 con veintidós años. Permaneció allí unos seis meses. Volvió en 1889 para ver la Exposición Universal y a partir de entonces repitió sus visitas con una frecuencia aproximadamente anual. En 1893 envió un cuadro al Salon des Artistes Français y recibió una medalla de tercera clase. En 1895 expuso en el mismo salón La vuelta de la pesca. El cuadro fue premiado con una medalla de oro y adquirido por el Estado francés con destino al Musée du Luxembourg. A lo largo de los años 90 Sorolla fue premiado en las exposiciones internacionales de Munich y Viena y acogido con críticas muy favorables en la Bienal de Venecia, pero centró su atención sobre todo en París. En la Exposición Universal de 1900 fue uno de los veinte artistas que recibieron el Grand Prix. A partir de entonces comenzó a preparar una exposición individual, la primera de su carrera de pintor. Se inauguró en junio de 1906 en la galería Georges Petit, era enorme, casi quinientas obras, y fue un éxito de público, de ventas y de crítica.
Ninguno de los 20 artistas premiados en la Exposición de 1900 aparece en las listas
París era en aquellos años la capital internacional de la modernidad y esto nos lleva al segundo problema de su fortuna crítica. ¿Fue Sorolla un pintor reaccionario o moderno? La pregunta nos apremia hoy seguramente menos de lo que lo hacía a mediados del siglo pasado, pero sigue importando, y mucho, porque en ella se implica un problema historiográfico de primera magnitud. El historiador norteamericano Robert Rosenblum lo planteó con agudeza en el catálogo de Art at the Crossroads, una exposición organizada el año 2000 para conmemorar y revisar la Exposición Universal de 1900. Partía de la constatación de que el evento, sin duda el fenómeno cultural y artístico más importante de su tiempo, vino a caer cronológicamente en mitad del proceso de génesis del arte moderno. O de lo que entendemos hoy como tal. Pues bien, se preguntaba Rosenblum, si repasamos la lista de los veinte artistas premiados en aquella ocasión (entre ellos Sorolla) ¿cuántos de ellos figuran en el canon del arte moderno que difunden nuestros manuales de hoy? La respuesta es sorprendente: ninguno.
¿Qué explicación podemos dar a este hecho? ¿Eran esos artistas menos modernos que los que figuran hoy en el canon? Si analizamos el contexto de la época nada permite afirmarlo. Veamos, por ejemplo, un aspecto concreto del caso de Sorolla. La galería Georges Petit, donde expuso con tanto éxito en 1906, era la misma que en 1889 había organizado la exposición Rodin-Monet que marcó el primer triunfo público de estos dos artistas y del Impresionismo. La que en 1899 consagró la pintura de Cézanne con la exposición de la colección Choquet. La que en 1918, a la muerte de Degas, dio a conocer el trabajo de sus últimas décadas, incluyendo su escultura, desconocida hasta entonces. La que Picasso escogió en 1932 para su primera gran exposición retrospectiva en París. Todos esos artistas están en el canon al que se refería Rosenblum. Sin embargo, Sorolla no figura en él. Tampoco figura su amigo, el pintor sueco Anders Zorn, que también había sido premiado en la Exposición Universal y que también expuso en Georges Petit en 1906. ¿Por qué?
La muestra de Múnich nos permite conocer mejor la trayectoria creativa de un gran pintor
Tanto Zorn como Sorolla eran naturalistas. Lo que el canon vigente elimina de la historia del arte moderno es precisamente eso: el naturalismo. Dos o tres generaciones de pintores excelentes han sido borradas por el mismo motivo: Repin y Serov, Menzel y Liebermann, Kröyer, Israels, Krohg... Todos ellos formaban parte de una gran corriente que protagonizaba, en tensión dialéctica con el simbolismo, las grandes exposiciones internacionales del cambio de siglo, el primer gran sistema global del arte moderno. ¿Puede imaginar alguien un canon de la novela moderna en el que no figuraran Zola, Verga, Clarín ni Tolstoy?
La historia del arte moderno necesita una revisión profunda. Afortunadamente ha comenzado ya. Richard Thomson, por ejemplo, ha defendido brillantemente en The Art of the Actual (2012) que la corriente artística dominante en Francia durante la primera fase de la Tercera República (1870-1914) fue el naturalismo. La importancia de exposiciones como la retrospectiva de Sorolla que se acaba de inaugurar en Munich no consiste sólo en que nos permite conocer mejor la trayectoria creativa de un gran pintor, sino en que, haciéndolo, nos ayuda a corregir una distorsión, creada por la historiografía del siglo pasado, que deforma todavía severamente nuestro entendimiento de la historia de la modernidad.
Tomàs Llorens es historiador del arte y exdirector del Reina Sofía.
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