Todos somos raros
Escribe Mar Martínez @marmartinez, asesora en gobernanza y salud global, desde Washington D.C.,con motivo del Día Mundial de las Enfermedades Raras
Imagen de la exposición 'Quiero 5 sentidos', sobre el síndrome de Treacher Collins. Foto: Giveme5senses
Con los años Elena se hizo esquiva y vaporosa, como una ráfaga de viento que ni las esquinas cortan ni la lluvia alcanza. La enfermedad abonó en ella un estado ausente, modificó su apariencia física, debilitó tanto su fuerza como su autoestima, lacró muchas opciones de realización personal y profesional, y arrastró consigo a sus más allegados. El diagnóstico de un cáncer óseo raro hizo tabula rasa en su vida confiriéndole cual sentencia inapelable una nueva identidad: la de paciente. Como ella, se estima que unos 700 millones de personas en todo el mundo padecen una dolencia poco frecuente –más de 3 millones en España– y, como en su caso, los desafíos financieros, médicos y psicosociales que enfrentan las familias se acrecientan, ya que los sistemas tradicionales de protección social y de salud no consiguen atajarlos de forma óptima. La singularidad y complejidad de este grupo de enfermedades radica en la existencia de menos de 5 afectados por cada 10.000 habitantes y en su heterogeneidad, pues hay millares de patologías muy diversas.
Gracias al incesante trabajo de la sociedad civil y el apoyo de los medios, han ganado visibilidad y respaldo enfermos de lupus, esclerosis múltiple, distrofia muscular, hipertensión pulmonar, Huntington u osteogénesis imperfecta entre otros muchos. Asimismo, los gobiernos de España, Perú, Brasil, Chile o Argentina, por citar algunos ejemplos, han actuado con sensibilidad social. Se ha legislado, se han designado unidades de referencia en centros médicos para varias de las patologías poco frecuentes –no todas– y, en términos generales, se han destinado partidas presupuestarias públicas para la adquisición de los conocidos como medicamentos huérfanos y para la asistencia sanitaria. No obstante, la paradoja de la rareza ha determinado que, a pesar de no tratarse de una cuestión insignificante a tenor de las cifras globales de afectados, la respuesta institucional desplegada hasta el momento haya sido marginal. Muchos enfermos se siguen sintiendo desamparados, relegados, en comparación con los recursos económicos y humanos destinados a otras patologías más usuales como las cardíacas o la diabetes, o en comparación con la ingente ayuda que la comunidad internacional moviliza para proyectos de VIH, tuberculosis o malaria. Lo cierto es que no pueden haber categorías de pacientes.
Para lograr la cobertura sanitaria universal y de calidad a la que Naciones Unidas aspira en 2030, nadie debe quedar atrás por un capricho de la genética u otros factores incontrolables. La gran cuestión es cómo conseguir expandir y mejorar los servicios de salud para todos frente al hecho de que la demanda de los mismos podría ser infinita mientras los recursos son siempre finitos. En este sentido, la Conferencia del Premio del Príncipe Mahidol, que reunió a finales de enero en Bangkok a ministros de salud y algunos de los más destacados organismos de desarrollo –Organización Mundial de la Salud, Banco Mundial, Fondo Mundial, JICA o USAID–, concluyó con una declaración conjunta que aporta luz sobre cómo los países pueden ir estableciendo prioridades de forma que, gradualmente, se alcance esa deseada cobertura universal. Ello ha de hacerse estableciendo mejores canales de diálogo con los usuarios, de forma que los mecanismos de participación ciudadana sean justos, inclusivos, y no favorezcan ilegítimamente los deseos de ciertos grupos de interés. También es imperativo forjar alianzas internacionales que aceleren tanto los avances científicos como la generación e identificación de buenas prácticas que ayuden a diseñar políticas públicas innovadoras y costo-efectivas basadas en la evidencia, incluyéndose la coordinación de los esfuerzos en materia de evaluación de tecnologías sanitarias.
Aunque el heterogéneo contenido de este cajón de sastre abrume, el mundo hoy ofrece buenas perspectivas. Por un lado, las disciplinas científicas punteras comienzan a permitir diagnósticos más precisos y tratamientos individualizados, centrados en la persona que los necesita en función de sus patrones únicos. Por otro, las tecnologías de la información contribuyen a minimizar el problema de la atomización, acercan a profesionales y enfermos al margen de su ubicación, y están llamadas a crear sistemas de salud más eficientes al conseguir rastrear datos como el número exacto de pacientes, tratamientos disponibles, o estadísticas sobre la evolución de las patologías. Sin embargo, en la práctica aún no se ha desplegado ese potencial.
Un día raro como el 29 de febrero es la mejor ocasión para recordar que cada uno de nosotros es una edición limitada. Por ello es fundamental una renovación de los paradigmas actuales a fin de hacer prevalecer prácticas colaborativas que beneficien a todos frente a la competición por la asignación de recursos, así como una modernización integral de la regulación, de la financiación y de la gestión de hospitales y centros sanitarios, con el objetivo de promover soluciones eficientes en las que nadie resulte olvidado.
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