Pintor
Esta gente tiene dos almas o por lo menos son capaces de que cada hemisferio cerebral vaya por su lado sin interferir en el otro
La exposición que el Museo del Prado dedica a Georges de La Tour es una óptima ocasión para descubrir un artista con dos almas. Alguna gente tiene ese privilegio, dos almas, quizás porque nacen ya como gemelos de sí mismos. Si ustedes observan, por ejemplo, a algunos virtuosos (Richter, Cortot) interpretar las más endiabladas piezas de Chopin, habrán reparado en que su derecha ignora lo que hace la izquierda. Una mano está goteando tristeza mortal mientras la otra da brincos alegres y juveniles en el mismo instante. Dos almas. Esta gente tiene dos almas o por lo menos son capaces de que cada hemisferio cerebral vaya por su lado sin interferir en el otro. Faulkner lo hizo en Las palmeras salvajes.
Pues bien, La Tour es uno de estos elegidos. Hay un La Tour costumbrista que nos pinta a un joven pretencioso desvalijado por unas mozas, aunque él cree que le ha robado la vieja desdentada a la que reclama el dinero. Escena picaresca maravillosamente entendida. Y luego hay otro La Tour con figuras recortadas contra la lumbre de un velón, generalmente solas y melancólicas, aunque a veces tienen una compañía misteriosa a la que los expertos no saben dar nombre. Estas dolientes cavilaciones son el momento más elevado y reflexivo de un siglo, el XVII, en el que comienzan a juntarse y apuntar por el horizonte las negras nubes del nihilismo, la conciencia de que ya no somos hijos de Dios.
En La Tour todo es indescifrable. Nuestra némesis planea funesta sobre los rostros en sombras, pero también nuestra vida lúdica y tontuna gira en torno a estos caballeros estafados por muchachas de fresco pecho. Y no me queda espacio para hablar de sus ciegos, que ven más sin ojos que nosotros con dos.
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