Renovarse o morir
En la iglesia madrileña de San Antón se puede usar el baño, cambiar pañales, tomar un café, recargar el móvil o usar el wifi
Desde hace años, la Iglesia católica ha ido perdiendo fieles en España, pero también en Latinoamérica, o en Alemania, donde sólo en 2014 la abandonaron 280.000 almas. Las iglesias evangélicas, en cambio, crecen, en parte porque se han esforzado por abrirse más.
Abierto 24 horas suena a farmacia o gasolinera. Últimamente, también a algunas parroquias católicas, en un intento de acercarse a los ciudadanos, fieles o no. En Francia, en 2007, los Misioneros de la Santísima Eucaristía iniciaron la Adoración Eucarística Perpetua, movimiento al que pertenecen treinta y pico parroquias repartidas por toda España: Vitoria, Almendralejo, Cuenca, Barcelona, Alicante… En Madrid hay una en la travesía de Belén. Abro la puerta y entro en la capilla, tras leer un letrero que pide apagar el móvil, innecesario para hablar con Dios. Cinco personas se sientan en silencio en sus bancos. El recogimiento es absoluto.
También abierta 24 horas, aunque por comparación con la anterior parece Las Vegas, es la iglesia de San Antón, en la calle de Hortaleza, famosa porque en ella se bendice a los animales el día del santo. En marzo de 2015 empezaron a gestionarla los Mensajeros de la Paz (la ONG fundada en 1962 por el sacerdote español Ángel García Rodríguez, el padre Ángel, y que obtuvo el Príncipe de Asturias de la Concordia en 1994). Destinada a cualquiera (“para los heridos de la vida, para los que están solos, para los alejados de Dios y de la Iglesia por las razones que sea, para los que quieren silencio y oración”), aquí se puede usar el baño, cambiar pañales, tomar un café, recargar el móvil o usar su wifi. Esta idea de puertas abiertas inspirada en el papa Francisco (“Abrid las puertas y dejad que Jesús pueda salir”) llega a los cepillos: uno de ellos está sin cerrar, según la máxima del texto contiguo “deja lo que puedas y coge lo que necesites”, en la línea de la marxista “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Lo encuentro vacío.
Los bancos tienen almohadones. Unos telones granates dividen la nave, para que la parte próxima al altar quede más recogida. Cuatro pantallas cuelgan del techo. Hay un desfibrilador, algo que encuentro hasta cierto punto inexcusable en un templo que guarda los huesos de san Valentín en un relicario del XIX. Hablo con el seglar Francisco Pérez Solano, director de la parroquia. “Los pañales los donan los vecinos”, me cuenta. “Hay misas a las doce de la mañana, a las siete de la tarde y a medianoche, y confesión casi las 24 horas. La afluencia es constante. Damos desayunos de ocho a diez de la mañana, con bollería. Vienen diariamente 200 personas, como a las cenas, en las que damos caldo caliente, zumo, bocadillo y fruta. Todo esto sería imposible si no fuera por los muchos voluntarios que nos ayudan”. Le pido que me acompañe a la calle, a la entrada, donde hay una expendedora, para hacer un donativo. La máquina me devuelve el billete. “¿Y si es falso?”, nos reímos. Al final lo acepta. Por cinco euros, elijo un litro de aceite y una docena de huevos. La máquina expulsa dos cajitas, que simbolizan lo donado. “Mejor dejarlas en el cesto”, me dice Francisco, señalando al que está junto a la máquina. “Así las reutilizamos”.
Echo un último vistazo a la iglesia. Renovarse o morir. Qué cerca están lo viejo y lo nuevo. ¿No es acaso esto una vuelta a las raíces, aunque con wifi?
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