Anda y que te ondulen
Se diría que hacer callar a una mujer es una práctica anacrónica. Pero no
Hay muchas maneras de hacer que una mujer se calle. Una es la directa, cállate. Está la muy habitual de no cederle la palabra. O cedérsela pero no escucharla. La más ruin de todas: ridiculizarla hasta conseguir que se amedrente. Hay ocasiones en las que para callar a una mujer se busca la complicidad del marido, “por favor, cállela usted”. Se diría que son prácticas anacrónicas, pero no. Basta con escuchar a Trump: “¿Cómo una mujer (Hillary Clinton) que no ha sabido satisfacer a su marido va a ser capaz de satisfacer a un país?”. O esa frase lapidaria del supercuñado de Rita Barberá: “Si me entero de que mi mujer ha pagado 1.000 euros al PP la corro a bofetadas”. En esta semana fantástica, alguien me enseñó el tuit de un conocido periodista que compadecía a mi marido que (como hombre de cierto músculo moral, decía el tipo) debía de estar asqueado con algunas de mis piezas periodísticas. Lo escribía de manera más grosera, a ustedes les evito la vergüenza de comprobar cuánta bilis cabe en 140 caracteres. Ay, pobres los maridos de las mujeres que se expresan libremente, lo que deben de sufrir.
Será que ando introduciéndome en las prácticas del mindfulness, que el músculo que he ejercitado más en vida es el de la resistencia o que cuando alguien ataca de manera tan grosera una se refugia en las cosas que le gustan, pero el caso es que la zafiedad no se me contagia. Entre las ocupaciones que contrarrestan los sinsabores de la furia ambiental están el paseo meditativo y la lectura, pero no la lectura como consuelo sino como estímulo. Estos días ha caído muy a punto en mis manos un libro asombroso, la biografía compartida de dos mujeres valientes: Victoria Kent y Louise Crane en Nueva York. Un exilio compartido. De la Kent conocemos la actividad parlamentaria en la República, su papel modernizador de los centros penitenciarios, pero sobre todo cae sobre ella la sombra de su oposición al voto femenino en el 31. De tal capítulo salió alzada, con toda justicia, Clara Campoamor, pero borró en gran parte los méritos incontables de la señora Kent. Es difícil entender desde este presente que su postura fuera una estrategia política en una España en la que la iglesia tenía tanto poder sobre las mujeres. Pero este libro, escrito por la profesora Carmen de la Guardia, hace hincapié en una faceta más desconocida de la diputada republicana: su exilio y la relación que mantuvo con una prodigiosa dama americana, Louise Crane. Louise fue una mecenas neoyorquina que amadrinó el arte moderno, llevó a músicos negros (entre otros a Billie Holiday) a los centros de la cultura blanca, favoreció el encuentro entre intelectuales, donó dinero para la causa de los refugiados españoles y creó, junto a Kent, la Revista Ibérica, una referencia indispensable para la cultura en el exilio. Antes de compartir la vida con Victoria, la neoyorquina fue pareja de la gran poeta americana Elizabeth Bishop. Más tarde, todas formarían un grupo sólido de amigas que se ayudarían literalmente hasta la muerte, entre ellas estaban Rosa Chacel, Carmen Conde, Victoria Ocampo, Gabriela Mistral, Soledad Ortega, Carmen de Zulueta o Consuelo Berges. Cada una tiene una vida digna de ser contada. La de Kent la escribió Miguel Ángel Villena en su libro, Victoria Kent. Una pasión republicana. La pregunta que nos asalta después de leer sobre estas mujeres cosmopolitas y cultas, que batallaron incansables por la vuelta de aquella República que les fue arrebatada, es por qué no se las conoce más a fondo en este presente en el que tanto se habla de la memoria. Para algunas feministas, Kent ha estado tachada del catálogo de grandes mujeres por su oposición al voto en el 31; tampoco le favoreció el ser anticomunista. Pero la vida se escribe a través de las decisiones cotidianas y fue Victoria una mujer libre y moderna, dueña de su destino. En el libro se habla de amistad no de lesbianismo, esa palabra no estaba asumida ni por ellas mismas, pero lo que hubo entre Louise y Victoria fue un fructífero amor. Y a mí me reconforta que, a pesar de la amargura del exilio, la vida de Victoria fuera alegre, tanto como lo era el Pichi, aquel chotis en el que se nombraba a esta mujer que rompió barreras: abogada, diputada, directora general de prisiones, protectora incansable de los niños españoles durante la guerra, representante de la República en el exilio, pero también, cosmopolita, vividora, aventurera, viajera. Antes de comer, doña Victoria tenía por costumbre tomarse un whisky con su amiga Louise. Y es que el extranjero le sentó muy bien. Y qué bien nos hubiera venido a nosotras que mujeres como ella no hubieran tenido que exiliarse.
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