Más cine, por favor
En esos butacones que te separan a dos metros del vecino, al que no puedes ni agarrarle de la mano cuando el 'hipermegasurround' te da un sustazo, parte de la magia se ha evaporado
Cuando pensamos en el cine, incluso aquellos en ese punto intermedio que no hemos vivido las sesiones dobles, pero que seguimos recordando vívidamente esos cines de verano a los que había que llevarse hasta los cojines, pensamos en nostalgia, proyectores, oscuridad (¡sin móviles!), historias que te hunden en sillones granates y no te dejan levantarte hasta que se encienden varias luces.
Hoy, en esos cines comodísimos e impersonales, en esos butacones que te separan a dos metros del vecino, al que no puedes ni agarrarle de la mano cuando el hipermegasurround te da un sustazo, parte de la magia se ha evaporado.
Eso atrapa en ¡Ave, César!, lo nuevo de los Coen. No la película que cuentan (que bueno, no está mal, según lo coenista que uno sea), sino las películas que dentro de ella se cuentan, montadas o vividas como si fuéramos uno más en el plató. Las sonrisas falsas de sus esplendorosas bailarinas a lo Busby Berkeley, los ensayadísimos —para parecer improvisados— pasos de claqué de sus galanes, con las manos en los bolsillos y el cigarrillo colgando, los romanos de pierna al aire y gesto adusto con inmensos decorados de cartón piedra tras ellos, las bellezas de regusto noir, los grandes del western que no saben juntar dos palabras.
El cine y sus gentes. Casi cien años de celuloide y todo sigue igual. Las estrellas no han cambiado, sus secretos (y la necesidad de generarlos) siguen siendo carne de cañón. Cien años. Y seguimos bebiendo los vientos por ellos.
La peli en sí, bueno. Las pelis de la peli son apasionantes. Un homenaje a nosotros mismos, a nuestros mejores recuerdos, a ese ayer que es la base de nuestro hoy.
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