Maneras de ser arquitecto
Instrumental, las memorias del joven y atípico pianista James Rhodes, se convirtió en uno de los fenómenos editoriales del año pasado que todavía colea. Y cómo. Si lo leen descubrirán la razón por la que un tipo de treinta y pocos años puede escribir unas memorias de interés universal: porque lo que a él le sucede afecta al mundo y por eso afectará al lector. El libro lleva a pensar, entre otras muchas cosas, en el nuevo tipo de pianista que él representa: más imperfecto pero más humano, más vital y creíble que académico y preciso, más relacionado con el mundo y la vida que aislado en un escenario. Y así permite considerar si esa auto-redefinición profesional –que en su caso es también redención personal- no será más una necesidad, un signo de los tiempos, que una cuestión individual y por lo tanto, conduce a plantearse si la necesidad de redefinición es algo perfectamente aplicable a otras profesiones.
A mi entender, en el terreno profesional (el personal es punto y aparte), los arquitectos atraviesan una urgencia de redefinición similar a la que plantea Rhodes. Siempre ha habido maneras de ser arquitecto, pero ahora urge que no haya sólo dos o tres (la buena, la seria, la comercial y la de la supervivencia). Ha llegado el momento en que la sociedad exige la reinvención de las profesiones y la de arquitecto no es una excepción. Trataré de explicarme recurriendo al libro de Rhodes que ha traducido Ismael Attrache, manteniendo toda su frescura, y ha publicado en castellano Blackie Books.
“Encontrad lo que os encanta y dejad que os mate”. La cita de Bukowski es casi una ironía en boca de un tipo que ha puesto su vida en el precipicio, y descendiendo hacia el abismo, las suficientes veces como para tener muy claro por qué cosas y cómo merece la pena vivir.
Prueben a sustituir músico por arquitecto:
“Se ha acabado la época en la que podías limitarte a esperar que los sellos se ocuparan del negocio y vendieran álbumes y entradas. Los músicos tenemos que establecer un vínculo y formar una relación con nuestro público que vaya más allá de los pocos cazadores de autógrafos de después de los conciertos. Sé asequible. Sé humano, déjate del rollo ese de “artista envuelto en su misteriosa genialidad”. Si no lo haces o te niegas a ello, si no eres uno de esos talentos de los que surge uno en cada generación lo vas a pasar mal. Ya no basta con destacar tocando música”.
Rhodes da en el clavo cuando explica la necesidad de reinvención de su profesión –aplicable a otras profesiones-. Sin embargo, resulta más que discutible cuando parece proponer que la cercanía podría consistir también en hacer el payaso: “Responde a los tuits y los mensajes de Facebook, cuenta chistes”.
“Sir Nick Serota ha conseguido en la Tate quitarle el corsé a la cultura del arte moderno. Han abierto las puertas de par en par a todo el mundo y no se han visto obligados a cambiar o simplificar las obras en sí para lograrlo”. ¿Se puede hacer lo mismo con la arquitectura?
Prueben ahora a sustituir piano, o música, por arquitectura:
“Aprender a tocar el piano resulta exasperante porque es una ciencia tan exacta como inexacta; hay una forma específica y válida de dominar la mecánica necesaria para llevar a cabo la interpretación física (esto depende incluso de atributos físicos como el tamaño de los dedos, su fuerza, hasta dónde abarcan, etc…), y hay un camino inexacto e intangible para encontrar el sentido y la interpretación de una pieza que se está aprendiendo”.
“Siempre he pensado que el problema más grande de mi industria es que deja de centrarse en la creatividad para hacerlo en el ego”.
“Resulta evidente que hay problemas importantes en el mundo de la música. Una estrechez de miras por parte de casi todos los que ocupan posiciones influyentes, una negativa infantil, producto esencialmente del miedo y el conservadurismo, a tratar de llegar a un público más amplio, un desesperado agarrarse a lo conocido a pesar de las pruebas abrumadoras de que están en un barco que se hunde, la aversión y la crítica inmediata a cualquiera que se atreva a probar cosas nuevas con música antigua y, lo que resulta más deprimente, el deseo avaricioso y codicioso de lograr que esa música increíble siga siendo solo suya y de una élite selecta que se ajuste a su criterio de lo que es un oyente válido”.
Si lo escrito hasta aquí no le hace dudar no lea el libro de Rhodes. Si lo hace, no se le ocurra tomar esto por una recomendación sin haber pinchado en los enlaces de este blog que detallan la verdadera naturaleza del libro –no sólo su lectura, digamos arquitectónica-. A las memorias se les podrán poner peros, pero difícilmente alguien habrá podido escribir con mayor crudeza y autocrítica. Tanto es así que lo concluye dando consejos:
“Hay una forma de hacer las cosas que puede marcar la diferencia. Todos podemos estar un poco menos separados y un poco más unidos”. Hay que tener valor para escribir en un tono tan cercano a la autoayuda y el buenrrollismo y resultar creíble. La credibilidad a Rhodes se la da su desnudez la distancia –y a la vez la cercanía- con la que ha sabido contar todas sus caídas y recaídas, pero también fijarse en que Beethoven cambió de casa setenta veces a lo largo de su vida o en que Schubert, al que llamaban setita porque no pasaba de metro y medio, publicó en vida menos del diez por ciento de su obra. ¿De verdad no se nos va a ocurrir nada mejor para reinventar la idea del éxito?
Babelia
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