Alto el fuego para Siria
Washington y Moscú deben presionar a los combatientes para frenar la matanza

La situación de la guerra en Siria es tan desesperada que cualquier mínimo atisbo de solución constituye una esperanza a la que agarrarse para poner fin a uno de los conflictos más atroces del planeta. Y desde esta perspectiva debe contemplarse el frágil acuerdo alcanzado en la madrugada de ayer entre el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, y el titular de exteriores ruso, Serguéi Lavrov, para que dentro de una semana comience un alto el fuego entre las tropas del Gobierno de Bachar el Asad y las fuerzas rebeldes que le combaten. Una posibilidad que, por ahora y como reconoció el propio Kerry, solo existe sobre el papel.
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Los sirios han tenido que soportar un cuarto de millón de muertos, doce millones de desplazados —parte de los cuales han protagonizado la crisis migratoria más grave en Europa desde el final de la II Guerra Mundial— y, especialmente, la aparición de un temible enemigo como el Estado Islámico, para que finalmente comiencen a darse tímidamente algunos pasos que detengan la sangría. Indudablemente el alto el fuego es uno de ellos, sobre todo en un momento en el que las tropas del régimen de El Asad, respaldadas por la poderosa fuerza aérea rusa, están causando en la ciudad de Alepo una catástrofe humanitaria de consecuencias imprevisibles.
Mientras, las conversaciones de paz entre las partes que se celebran en Ginebra están suspendidas aunque deberían reaunudarse dentro de una semana; en cualquier caso, el fin de las hostilidades no alcanzará al Estado Islámico que controla una porción significativa de territorio sirio, ni al Frente Al Nusra, rama local de la organización terrorista Al Qaeda.
Es difícil, pero lo que exige la situación sobre el terreno es el compromiso claro de los combatientes y de quienes pueden presionarles —Moscú y Washington— de, al menos, frenar la matanza.
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