Salvar Europa
Los líderes de los Estados miembros exigen una UE más eficaz pero mientras tanto la dinamitan para afianzarse en los sondeos
Pocos hay que conozcan la Unión Europea como Etienne Davignon y menos aún que hayan ayudado a construirla tanto como él. Es un voluntarista-optimista, al estilo de Jean Monnet, quien, ante las dificultades iniciales de la construcción europea decía: “Las verdaderas derrotas son sólo las que aceptan sin reaccionar”. Por lo tanto, si Davignon lanza una alarma como esta, debe ser tomado muy en serio.
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Yo también me temo que puede producirse pronto una desintegración de la UE. Creo que Grecia permanecerá en la eurozona y creo incluso que Gran Bretaña seguirá perteneciendo a la UE. No se trata, por lo tanto, de una desintegración por separación eso que me preocupa, sino de algo más grave aún: una desintegración causada por el rechazo a la integración por parte de muchos ciudadanos en muchos Estados miembros.
Pero si son los ciudadanos quienes desean el fin de la Unión Europea, podría argumentarse, ¿qué problema se plantea? Un problema enorme y doble, en mi opinión. Podemos identificarlo en las causas de este proceso y, por desgracia, es fácil imaginar sus consecuencias.
Las causas. Los ciudadanos ven que la UE no funciona. A menudo carece de capacidad de decisión. Y cuando decide, a veces no logra poner en práctica lo que ha decidido. Los ciudadanos se sienten decepcionados, y dan la espalda a la UE. Sin embargo, lo que provoca que la UE no funcione es, en gran parte, el hecho de que los Gobiernos de los Estados miembros, desde hace años, han dejado de ver en la UE una inversión, una gran obra de construcción para edificar una casa común, en interés de todos los países miembros. Hoy en día ven en la UE un mero “bien de consumo”. Cuando van a Bruselas para participar en el Consejo, ya no llevan su propio ladrillo; muy al contrario, tratan de hacerse con algún ladrillo de la casa a medio construir, de triturarlo y de transformar el polvo (sí, el polvo de Europa) en consenso para ellos mismos, para sus propios partidos, para parte de la opinión pública nacional.
Muchos políticos nacionales, que a menudo se profesan europeos —¡y tal vez crean incluso serlo!— se han convertido en maestros albañiles de la deconstrucción europea. En esta refinada “ingeniería inversa”, aspiran a arañar décimas de popularidad doméstica de esos ladrillos sea mediante la acción (es decir, a través de las decisiones que toman en esa mesa de 28, decisiones que atribuyen a la UE, pero que en realidad no son a menudo más que la cacofonía resultante de 28 intereses políticos particulares, generalmente disfrazados como “intereses nacionales”), sea por medio de las palabras (la forma, a menudo caricaturesca o engañosa, con la que describen la UE a sus conciudadanos).
Desde hace varios años asistimos en muchos países europeos —aunque también en otros lugares, por ejemplo en los Estados Unidos— a una transformación de los sistemas políticos nacionales, aplastados cada vez más por la perspectiva del corto y cortísimo plazo, en el que los políticos se ven tentados de perseguir el consenso no sólo en las elecciones, sino ante cualquier encuesta. Estudiosos competentes hablan ya de una degeneración de las políticas nacionales en tres direcciones:
Los políticos se ven tentados hoy de perseguir el consenso no solo en las elecciones, sino ante cualquier encuesta
1. La prevalencia del cortoplacismo respecto a la preocupación por el largo plazo;
2. La disolución del liderazgo político en aras del seguidismo político, según el cual perseguir el consenso, no guiar el país, es el imperativo categórico;
3. La narración prevalece sobre la realidad, la narración de historias sobre la Historia.
En conclusión, me parece imposible encontrar la manera de “salvar” la integración europea alcanzada hasta este momento, de hacerla más eficaz, de impulsarla en los cruciales terrenos de la política exterior, de la seguridad interior y exterior, pero también en los más tradicionales de los mercados, de la moneda y del crecimiento, si no nos planteamos la verdadera cuestión: con estas políticas nacionales, que a través del Consejo de Europa tienen un papel decisivo en el éxito o el fracaso de la UE, ¿es aún posible la integración europea? ¿Sigue siendo realmente eso lo que se pretende?
Las consecuencias. Al igual que Etienne Davignon, creo que el fin de la integración europea (poco importa si en forma de desintegración efectiva o de interrupción del reforzamiento de la construcción actual, porque tampoco en este último caso resistirá la UE mucho tiempo ante la doble tormenta que se le echaría encima: una globalización sin gobierno y el desapego de sus ciudadanos, en gran parte alimentado por los 28 jefes de Gobierno que se sientan en la cumbre de la UE) tendrá consecuencias muy graves para los ciudadanos de todos nuestros países.
No voy a repetir lo que ya se ha puesto de relieve Davignon. Me gustaría ir un poco más allá. En enero de 1995, hablando ante el Parlamento Europeo, el presidente François Mitterrand dijo: “Le nationalisme c'est la guerre”. Desde entonces, los nacionalismos se han convertido en muchos países europeos en realidades tangibles y poderosas. Hoy se muestran compatibles entre sí o incluso sinérgicos, ya que tienen un objetivo común, arrebatar espacio a la UE y dárselo a la soberanía nacional. Pero en una Europa sin la Unión Europea, los nacionalismos tenderían a chocar entre sí. En una fase histórica en la que, por desgracia, las guerras, incluso en el interior del continente europeo y más aún fuera de sus fronteras, han vuelto de nuevo a ser reales y frecuentes, ¿podemos creer realmente que, sin un vigoroso marco de convivencia organizada en la Unión, los nacionalismos de nuestro países no acabarán por recurrir a las armas, ensangrentando de nuevo el territorio de la actual UE, como lo han hecho tantas veces a lo largo de la historia?
Los nacionalismos se han convertido en muchos países europeos en realidades tangibles y poderosas
Pero, junto a este riesgo terrible, habría otras consecuencias, pesadamente irónicas, para aquellos que aspiran a recuperar la mayor parte o la totalidad de las competencias conferidas hasta ahora por los Estados miembros a la UE. En concreto, estoy pensando, por ejemplo, en los movimientos antieuropeos y nacionalistas que están creciendo en Italia, que exigen más soberanía nacional, una Alemania menos dominante, un menor peso de la política y de la burocracia sobre los ciudadanos y las empresas.
Soberanía nacional. Algunos poderes hoy ejercidos en común y con determinadas reglas de la UE volverían a los Estados. Pero cuidado: por lo general, esos poderes fueron transferidos en su momento a la esfera comunitaria, precisamente porque los Estados constataban con preocupación que no podían ejercerlos, porque la globalización estaba transfiriendo de hecho esos poderes nacionales a los mercados, a las corporaciones multinacionales, a las grandes potencias extraeuropeas. Más vale, si acaso, afanarse por mejorar la forma en la que la Comisión, el BCE y las demás instituciones europeas ejercen esos poderes, tratar de tener más voz en capítulo, porque esa transferencia de vuelta a la esfera nacional daría lugar, en un mundo que hoy está aún más globalizado, a un mero momento de breve excitación seguido por una impotencia permanente.
Alemania. No voy a entrar aquí en la cuestión de cuál es hoy el peso de Alemania en las decisiones de las políticas de la UE, de cuánto dependen estas de la fuerza y de la capacidad alemana en las mesas de discusión europeas o más bien de la debilidad o incapacidad de los demás para hacer valer sus puntos de vista. Pero quienes crean que, en ausencia de la UE o con una UE dotada de menos poderes, Alemania tendría menos peso que hoy en los asuntos económicos, monetarios y europeos están muy confundidos. Si la UE se disuelve, cada país se vería desnudo, con sus propias fuerzas y debilidades, en una nueva Europa muy parecida a una selva. ¿Cree de verdad Marine Le Pen que Francia sería más fuerte, las empresas y los ciudadanos franceses más fuertes, si Francia regresar al franco y Alemania al marco? ¿Piensan realmente Matteo Salvini y los líderes del Movimiento 5 Estrellas que las empresas italianas hallarían más espacio en los mercados italianos e internacionales si no hubiera ya en Bruselas una autoridad de la competencia que reprimiera los cárteles y los abusos de poder en los mercados por parte de empresas alemanas también, al igual que de multinacionales estadounidenses, que prohibiese a la rica Alemania subsidiar a sus empresas para desplazar a las italianas?
La globalización ha transferido poderes nacionales a los mercados o a las corporaciones multinacionales
Peso de las "castas" políticas y burocráticas. La lucha contra el excesivo peso y coste de la política y de la burocracia es sacrosanta. Resulta obligado mantener el mayor grado de presión sobre Bruselas así como sobre las capitales nacionales. Pero quizás algunos líderes políticos jóvenes no recuerden que, sobre todo en Italia, el inicio de cierto (si bien insuficiente) adelgazamiento de las engrosadas e ineficientes estructuras estatales, de las paraestatales, de la industria de propiedad del Estado tuvo lugar como efecto de una mayor apertura hacia Europa, impulsado por el mercado único y la moneda única. Esta apertura conllevó, por ejemplo, la libertad de los inversores italianos para invertir sus ahorros en el extranjero, y no sólo en Italia. A esta mayor libertad privada tuvo que corresponder el Estado con un freno a su déficit, que antes podría ser ingente y sin embargo ser financiado sin problemas con el repliegue, forzoso de hecho, de los ahorros particulares en bonos del Gobierno italiano. O bien, el hecho de que la disciplina respecto a las ayudas estatales, también aportada por la UE, ha impedido que las empresas públicas compitan deslealmente con las privadas o que los partidos políticos sean alimentados por los protegidos que situaban a dedo en cargos directivos de las empresas públicas .
Consciente de la necesidad de una sacudida política y ética, Etienne Davignon pide que se proceda a una especie de “Juramento del Juego de Pelota”, como el que el 20 de junio de 1789 pronunciaron en París los representantes del tercer estado, la nobleza y el clero, reunidos en el Jeu de Paume, prometiendo no disolverse antes de haber redactado una Constitución. Más modestamente, yo quisiera que hubiera al menos un “Juramento de Justus Lipsius”, por el nombre del edificio en el que se reúnen en Bruselas los jefes de Estado y de Gobierno. Al comienzo de cada reunión del Consejo Europeo, cada uno de ellos debería jurar, no digo yo olvidarse de los intereses de su país, pero sí que, al participar en las decisiones del Consejo, no hará nada que sea contrario al interés común europeo.
Mario Monti es presidente del Consejo para el Futuro de Europa del Berggruen Institute on Governance y antiguo primer ministro de la República Italiana.
Contribución del autor al debate abierto por Etienne Davignon en Le Soir el 29 de enero de 2016.
Traducción de Carlos Gumpert.
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