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MIRADOR
Columna
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Lección

El corrupto español seduce a la sociedad provinciana porque da de comer a un sobrino, coloca a un hijo y te subvenciona el equipo de fútbol.

David Trueba

Las recreaciones de la corrupción en la ficción española siempre han padecido de un error de apreciación. Los corruptos han sido retratados como personajes torvos, oscuros y amargados. Por culpa de una disfunción a la hora de observar, muy pocos han querido reconocer que no eran lánguidos nuestros corruptos, que no escondían bajo su criminalidad un sentimiento de culpa ni una negra sombra de duda. Es la aspiración a una moral íntima la que tergiversa esa forma de pintarlos y darles vida, el mismo error que el de pensar que a un asesino lo intuyen sus familiares y vecinos. No. Por eso es tan fascinante detenerse un segundo a apreciar la apabullante naturalidad de, por ejemplo, Alfonso Rus, uno de los presuntos cabecillas del enésimo ramal de la corrupción levantina. Dan ganas de parar las imprentas, de refundar las escuelas de interpretación, de reorientar los cursos de escritura creativa y decirles a todos, mirad ahí, copiad de ahí.

Los corruptos españoles son chispeantes, desbordan vida y color. Puede que sean toscos, pero lanzan un palo y corremos todos detrás como el perro más obediente. El corrupto español seduce a la sociedad provinciana porque da de comer a un sobrino, coloca a un hijo con problemas, te arregla la caldera de casa y te subvenciona el equipo de fútbol. El corrupto español no sabe quién es Al Pacino, sino que canta en los karaokes, levanta la copa de champán y se come la boca con el presidente del Gobierno y el presidente de la Diputación. No hay negrura ni sabor amargo, sino el convencimiento de que alguien tenía que hacerlo, que alguien tenía que llevárselo, que el dinero público está ahí para ellos, porque ellos lo saben repartir y que les quede para poner piscina en casa, colgar joyas en la pechuga de la parienta y mandar a su hija a que aprenda idiomas donde hay que aprenderlos.

Mientras Mariano Rajoy deshoja la margarita de las manos del Rey, dudando si la lotería existe o se amaña, atajada la corrupción de raíz pero con Rita Barberá en su asiento en el Senado, no queda en Valencia otra cosa que una gestora para cerrar el trimestre en su partido. Porque la fiesta fue tan obscena y tan ruidosa que ha terminado en las comisarías y los juzgados, que es donde toda fiesta que se precie tiene que terminar siempre. Pero aprendamos la lección de nuestros corruptos y no caigamos en la tentación de retratarlos con el perfil bajo, el ala del sombrero caída y los ojos hundidos por haber dormido entre pesadillas. Eso no.

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