Río 2016: los juegos olímpicos de la vivienda
¿Por qué un espectáculo global de dos semanas garantiza grandes inversiones inmobiliarias y buena parte del millón y medio de habitantes de Río de Janeiro que viven en favelas son expulsados de sus casas para dejar espacio a los proyectos olímpicos? “Durante el pasado Mundial de Fútbol, la gente reclamaba escuelas y hospitales con el estándar FIFA”. Lo cuenta el crítico Justin McGuirk en su libro Ciudades radicales, un viaje a la nueva arquitectura latinoamericana (Turner) que, traducido por Eva Cruz, es también un impagable recorrido por las formas más imaginativas de la arquitectura y las más enrevesadas de la avaricia.
En un capítulo dedicado a Río, sintomáticamente titulado “La favela es la ciudad”, el ensayista y comisario se pregunta si se puede mejorar la vida de los favelistas sin someter a sus vecinos a un proceso que termine por expulsarlos. En eso anda estos meses ciudad. Las favelas son hoy barrios más seguros que hace unos años. Siguen disfrutando de las mejores vistas y los alquileres recortan drásticamente los que se pagan por cualquier apartamento en la ciudad “formal”. Está claro que una favela no es un edificio moderno, pero sí es un subproducto de la modernidad. Para McGuirk, representan “la energía, el buen uso de los recursos disponibles y la espontaneidad: aspectos del urbanismo que sólo ahora están empezando a valorarse”. Esa opinión lo lleva a prestar especial atención a lo que está sucediendo en Río de Janeiro porque considera que los desafíos a los que se ha enfrentado esta ciudad son los que deberá afrontar el urbanismo del siglo XXI. Un siglo llamado a construir las ciudades desde abajo, atendiendo a las necesidades de la gente más que dibujando desde la distancia de un estudio.
McGuirk recuerda que la primera favela se levantó en una colina a las afueras de Río y que ese cerro pasó a llamarse Morro da Providencia. El nombre se deriva de allí. En aquel lugar crecía una planta leguminosa, la faveila (mandioca brava) que ha terminado dando nombre a este tipo de asentamiento doméstico e informal. También esa dicotomía inicial, entre los cerros y el asfalto, ha terminado por definir la ciudad de Río y, por extensión, muchas de las urbes convertidas en megalópolis.
McGuirk relata en su libro una visita a esa favela –hoy con un sendero marcado que dibuja la ruta turística-. Para él resulta fácil entender que los habitantes de Morro da Providencia consideren que el teleférico que han instalado tiene más que ver con los turistas que con ellos mismos. Por eso protestaron cuando supieron que pensaban construir un hotel y por eso -o por las protestas- el alcalde paralizó los desahucios. En Río sobran ejemplos de inhibición de responsabilidad pública. En todas las escalas. “¿Cómo puede invertir en infraestructuras turísticas quien no es capaz de recoger la basura?”, se pregunta McGuirk.
En su opinión, la erradicación de las favelas siempre ha debido afrontar el mismo problema: se buscaba desmontar los síntomas de la pobreza sin atacar sus causas. No sólo eso. Los favelados construyen más kilómetros cuadrados de ciudad de los que los gobiernos son capaces de gestionar. Con un tercio de la población latinoamericana viviendo en favelas, McGuirk defiende que éstas lejos de ser un problema pueden ser una solución. La pregunta es: ¿McGuirk viviría en una favela? ¿Viviríamos ustedes o yo misma en una?
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