Rebajadas
Lo que realmente me disgusta es que se retiren las lucecitas navideñas y empiecen las rebajas al mismo tiempo
Estoy malhumorada. No es porque sea invierno ni porque finalmente haya llegado el frío ni porque haya engordado un poco estas navidades ni porque quede lejos la paga ni por ninguno de los motivos que se sacan de la manga los del Blue Monday para que compremos viajes y huyamos a una tierra cálida y lejana.
A mí el invierno me parece un buen momento para sondear nuestras honduras, leer a los rusos y tomar chocolate con churros. Nada que ver con la agitación primaveral que las revistas de moda se empeñan en anunciar prematuramente. No es necesario apresurarse. Tiempo habrá para el esfuerzo del rebrote y los estilismos extravagantes. Se nos olvida lo difíciles que son los comienzos. Disfrutemos ahora de este impasse de relativo silencio. Los parques están calmos y poco frecuentados, la luz llega limpia entre las ramas desnudas y los ciclamen florecen desacomplejados y alegres. Cuando cae la tarde, la neblina desdibuja los contornos de las cosas, incitando al recogimiento y a cierta melancolía. Al Mare Nostrum le llegan las calmas de enero: bajo la presión del cielo cristalino, las aguas merman hasta convertirse en lago. Las sirenas tímidas se ven obligadas a sumergirse más profundamente para no ser descubiertas, aunque la mayoría se solaza sin pudor en las aguas tranquilas, aprovechando que no hay turistas.
He vivido gloriosos días de invierno brillando de pura promesa. Días para besarse sin culpa, ofreciéndolo todo, refrenando la impaciencia. No, el problema no es enero. Lo que realmente me disgusta es que se retiren las lucecitas navideñas y empiecen las rebajas al mismo tiempo. Resulta demasiado evidente. Me enfurezco, sí, me enfurezco ante la muerte de esa luz, como ruega Dylan Thomas. No estoy siendo caprichosa. En muchos países nórdicos y centroeuropeos las luces se mantienen más allá de la Navidad para alumbrar la oscuridad invernal. Una noche de Reyes, hace muchísimos años, comuniqué mi tristeza a unos operarios mientras retiraban la iluminación. Me llamaron loca y lloré lágrimas fieras. Pues bien, llámenme loca: me resisto a entrar dócilmente en esa noche falaz, a abaratar ilusiones, a ser rebajada por comentarios derogatorios a coste cero, a rebajarme respondiéndolos. Antes me pierdo en trineo con Tolstói por La tormenta de nieve, viajando entre el sueño y la noche, arriesgando una muerte por congelación —dicen que es dulce—, los copos cayendo: blanco sobre negro. Moriré con mis nuevas botas (de rebajas) puestas.
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