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Tribuna
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Estratos de la identidad catalana

Asombra que el nuevo ‘president’ insista en soltar amarras hacia el “Estado propio” sin más embarcación que el sentimiento nacional, una balsa muy estridente, inestable y veleidosa, y que puede cambiar en cualquier momento de rumbo y de fuerza

Francisco J. Laporta
EDUARDO ESTRADA

El resultado de tantas excitaciones colectivas y proclamas políticas, como se han producido en Cataluña estos últimos años, ha acabado en una desmesurada elevación de la temperatura nacionalista entre sus ciudadanos. Como secuela de ello se han multiplicado las indagaciones y preguntas sobre el sentimiento nacional. Cuántos se sienten solo catalanes, cuántos mitad y mitad, cuántos solo españoles, y cosas así. Algunos se han interesado incluso por lo que nos queremos los unos a los otros. Confieso que siempre he tenido dificultades con esos sentimientos; para sentirlos y para entenderlos. Quizás no los entiendo porque no los siento o no los siento porque no los entiendo. Tengo un pariente que se siente español; afirma incluso con frecuencia que se siente muy español.Como yo estoy muy interesado en saber en qué consiste eso, le pregunto incesantemente qué clase de estado emocional es ese de ser español y qué contenido tiene. Nunca ha acertado a explicármelo. Despierta mi curiosidad recordarle tratando de escaquearse del servicio militar (cuando lo había) e intentando eludir el pago de sus impuestos sin mengua al parecer de ese profundo sentimiento. Por lo visto, la emoción española no va de eso. Es un sentir más telúrico, o quizás más racial. Compatible al parecer con ocultaciones al fisco y maquinaciones contra el público. Sentirse español parece tener poco que ver con el interés general de los españoles. Es otra cosa. Pero mi pariente no sabe decírmela.

También tengo amigos y parientes que se sienten catalanes. Y con ellos pasa lo mismo. No aciertan a decirme en qué consiste eso de ser catalán. Tienen identidad catalana, pero no saben cuál es su contenido más allá de hablar la lengua, respetar la tradición, disfrutar del paisaje y ser del Barça; como tantos otros que no experimentan esa emoción misteriosa. Por lo que estamos viendo, también los hay que viven simultáneamente el sentimiento de la catalanidad y las actividades de evasión fiscal.

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Sea ello como fuere, lo cierto es que se ha producido en Cataluña un fenómeno político insólito: se ha acertado a excitar sesgadamente ese sentimiento hasta formar una coalición política unidimensional que lo ha llevado al éxito en las elecciones autonómicas. Un éxito relativo, es verdad, pero éxito en todo caso. Seguro que apelando a otras dimensiones de la identidad individual no se habría conseguido tanto. Si, por ejemplo, se hubiera preguntado a la gente si se sentía de derechas, de centro o de izquierdas, no hubiera podido armarse una coalición victoriosa. Y lo mismo con tantos otros pliegues de aquella identidad. Por eso asombra que provisto de unos mimbres tan endebles, el nuevo president, que descansa casi exclusivamente en esos efluvios transversales, insista en soltar amarras hacia el “Estado propio” sin más embarcación que ese sentimiento nacional, balsa muy estridente, inestable y veleidosa, que puede cambiar en cualquier momento de rumbo y de fuerza; hasta puede acabar navegando a la deriva, y entonces llegaremos a ver a sus tripulantes devorarse entre sí. ¿O lo estamos viendo ya?

Porque sucede que, como ya nos han advertido muchas veces (no hace tanto Amartya Sen), con eso de las identidades se pueden cometer dos errores serios: primero, no reconocer que son fuertemente plurales, y que la importancia de una no disminuye la importancia de las demás. Y segundo, atribuir un valor disparatado a una de ellas hasta producir un conflicto con las restantes. Y acabar así en dos peligrosos reduccionismos: ignorar identidades muy nuestras y muy importantes, y entregarnos medio ciegos a una filiación singular y excluyente. En Cataluña se están cometiendo ambos errores, con sus consiguientes simplismos. Las consecuencias no se harán esperar, y si las cosas no cambian mucho, serán funestas para sus ciudadanos.

Hay rasgos jurídicos que conforman capas decisivas de su yo personal y su libertad

Ya le pueden dar las vueltas que quieran los historiadores de la causa, pero desde hace más de 200 años, los años en que se ha ido creando y desenvolviendo la cultura jurídica del Estado español, los catalanes también han sido actores y destinatarios de esa cultura y de sus normas legales, y Cataluña misma se ha ido penetrando hasta tal punto de ellas que los catalanes no pueden dejar de ser nacionales españoles sin dejarse parte de la identidad en el empeño. La nacionalidad, contra lo que muchos parecen creer, es la condición de sujeto de ciertos derechos y obligaciones que se establecen en las normas jurídicas de un ordenamiento, y por eso los ciudadanos catalanes tienen la nacionalidad española. Nada más que por eso. No se trata de tradiciones, sentimientos o tauromaquias. Se trata de derechos personales.

Y eso es también lo que hace asombroso leer o escuchar que unos cuantos líderes alucinados se propongan iniciar una desconexión masiva y pacífica del Estado español. Es decir, se proponen que los catalanes se desprendan de su condición de sujetos de los derechos y deberes del orden jurídico del Estado español. ¿Habrán pensado lo profundo y decisivo que es este aspecto jurídico de su identidad, de la identidad de cada uno de los ciudadanos catalanes a los que dicen estar liderando? Mencionemos algunas cosas para recordárselo. La condición básica de sujetos de derecho (mayores o menores de edad, solteros o casados, padres o hijos, herederos o causantes, etcétera), su condición de ciudadanos del Estado y en consecuencia de la Unión Europea, de titulares de derechos sobre sus viviendas, sus tierras y sus masías, y la necesaria identificación y deslinde de esos sus bienes inmuebles, igual que su condición de actores y partícipes en sus sociedades mercantiles y la consiguiente descripción pormenorizada de su capital y bienes, etcétera. Todas esas cosas y algunas más se encuentran establecidas y preservadas en registros públicos bajo legislación estatal, sobre los que ni la Generalitat ni el derecho histórico catalán han tenido nunca competencias. Y ahora al parecer se insta a los ciudadanos a que desconecten “masivamente” de esas leyes. ¿Cómo se puede pedir eso? ¿Es que acaso no conforman esos datos capas decisivas de lo que constituye el yo de los catalanes, también de su libertad?

Demasiada gente no percibe que le están animando a caminar hacia un espejismo

Si lo ponen en duda, les invito a hacer un experimento mental antes de intentar tan peregrina aventura: imaginen que el Gobierno central ordenara a funcionarios, jueces, notarios y registradores la retirada y cancelación de todos los protocolos y registros de los que son responsables y que son propiedad del Estado español. En seguida sentirán el daño que sufre su identidad personal y el vértigo que experimentan ante la profundidad tan decisiva de esos estratos de su yo. Esta es una hipótesis remotísima y ficticia, como la propia secesión de Cataluña, pero solo pensar que la desaparición de ese sistema de seguridad jurídica preventiva les cancelaría como sujetos activos en tantas y tan importantes dimensiones bastará para que se den cuenta de que debajo de sus emociones primarias tienen identidades más profundas y sin duda más importantes que les sumergen en el orden jurídico español, del que extraen rasgos decisivos de su condición ciudadana.

Autoridades catalanas hay que dicen estar dispuestas a ignorar las leyes españolas. ¿También estas? ¿Cómo lo podrán hacer sin producir un daño irreversible? Demasiada gente en Cataluña no percibe que le están animando a caminar hacia un espejismo, y unos pocos están estimulando irresponsablemente una quimera. Es preciso recordarles que no están emprendiendo un viaje emocional para mudar alegremente de piel, sino una travesía dramática en la que pueden dejársela sin acertar a encontrar otra mejor, resultar lesionados en identidades muy profundas y acabar en un trágico e innecesario naufragio.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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