Música para los ojos
Parte de lo mejor que le ha pasado a Bowie en 50 años empezó en él y en su infatigable capacidad de reinvención, que demostró en el cine
Si estuviésemos hablando de pintura, habría muerto Picasso. Pero el muerto ha sido David Bowie y no vamos a hablar de su música, que se ha quedado sin muchos de sus principios, ya que gran parte de lo mejor que le ha pasado en 50 años empezó en él y en su infatigable capacidad de reinvención. “Podemos ser nosotros mismos sólo durante un día”, dice en una de sus canciones más conocidas, Héroes; y cuando hace no demasiado tiempo un periodista le pidió que se definiese, respondió: “Soy alguien que nunca ha dejado de tener 20 años.” El día que falleció, como demuestra su emocionante obra póstuma. Black star, aún tenía esa edad.
El cine no está sólo en las películas y Bowie fue uno de los primeros en hacernos ver que también podía hacerse música para los ojos: sus célebres alter ego Ziggy Stardust, Aladdin Sane o el Duque Blanco no son más que una forma de dramatización, un modo de crear mitos, leyendas o iconos. Las portadas de esos discos tienen algo de fotograma y la historia que se cuenta, por ejemplo, en The rise and fall of Ziggy Stardust and the spiders from mars, es toda una aventura de ciencia-ficción. Sin embargo, los genios le dan la vuelta a todo y cuanto trabajó como actor hizo justo lo contrario, interpretar a otros sin dejar de ser él, porque los proyectos en los que participó se ajustaban como anillo al dedo a sus obsesiones: en El ansia (1983), una película de vampiros y monstruos donde compartía cartel con Susan Sarandon y tenía escenas de sexo en la ducha con Catherine Deneuve; en El hombre que cayó a la tierra (1986), una alegoría del modo en que atacamos lo que nos asusta y perseguimos lo que es diferente; y en Dentro del laberinto, donde da vida a Jareth, un Rey de los Duendes que parece sacado de su elepé Pin ups o de sus fotos de la época de Space oddity, se volvió a pasar por lugares en los que ya había estado como compositor: mundos de vanguardia, seres imaginarios, fábulas extraterrestres, ambientes futuristas....
La pantalla también le permitió unir su amor por la pintura y por dos pintores en concreto, Jean Michel Basquiat y Andy Warhol, al que ya había dedicado una canción inolvidable en Hunky Dory, al darle la oportunidad de meterse en la piel del segundo en el largometraje biográfico sobre el primero que se estrenó en 1996. El director fue otro pintor, Julian Schnabel y el elenco contaba con Dennis Hopper, Benicio del Toro, Christopher Walken, Gary Oldman o Tatum O´Neal: unos raros entre los que se debió de sentir en familia. Para terminar, en El truco final hizo del inventor Nikola Tesla, otro de sus ídolos. Como se puede comprobar, a Bowie sólo se convertía en gente que no le habría importado ser.
Y, por supuesto, no puede olvidarse su presencia en Feliz Navidad, Mr. Lawrence, donde pudo tocar otro de sus temas estrella, la identidad sexual, al meterse en la piel de Jack Celliers, un soldado prisionero al que desea enloquecidamente un oficial japonés. Que el director fuera Nagisa Ōshima y el autor de la banda sonora fuese Ryûichi Sakamoto, sin duda ayudarían a convencerlo. Años después, él escribió la partitura de El buda de los suburbios, la cinta basada en la novela de Hanif Kureishi, e hizo una maravilla.
Bowie era un actor regular, como Elvis Presley o casi todo Sinatra, pero a la hora de disfrazarse era único, algo que sin duda ayudaba. Si recordamos todos los trabajos que hizo en el cine y añadimos que se subió a las tablas de un teatro de Brodway para intervenir en una versión de El hombre elefante, tendremos una buena pista de lo que le gustaba: cualquier cosa que fuese extraordinaria, rompedora o creciese en los márgenes de lo que llamamos realidad. En cierto sentido, todos esos largometrajes por los que se dejó caer también nos cuentan quién era y qué admiraba el inigualable David Bowie.
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