Voto en contra
En la lista del reparto electoral, los que más votos han recibido son los más derrotados
Premisa. Basta de marear la perdiz. Suficiente agua en tu molino. Sólo hay que escuchar a la gente de a pie: el voto mayoritario ha sido en contra de todos los partidos. Ninguno ha ganado las elecciones y todos las han perdido. En la lista del reparto electoral, los que más votos han recibido son los más derrotados. De modo que no hay nada que celebrar. Salvo que la lista se ordene de modo inverso: empezando por los partidos menos votados y terminando con el que más.
Hipótesis. Es evidente que se ha votado contra la corrupción impune. Pero no sólo contra su escándalo sino porque nadie, desde el poder, ha tenido el coraje de confrontarla fehacientemente. Cada vez que uno toma un taxi en cualquier ciudad española, ingresa a un tribunal de justicia, a una cabina electoral, a la memoria creciente de la impunidad. De vuelta a Madrid, nos ponen al día en el café de la esquina sobre los progresos del malestar. Pero que antes de las elecciones hubiese gente incrédula del golpe que recibió el presidente Rajoy ante las cámaras de televisión, me pareció ya un exceso de poca fe. Con la memoria del agravio no es mucho lo que se puede hacer. Salvo votar en contra.
Pactos. En español la noción del pacto carece de aura. Los pactos son acuerdos, más bien, oscuros, secretos, vergonzantes. Esto es, casi cosa de corruptos. Las alianzas son más bien comerciales, de conveniencia mutua y ganancia repartida. Es como hacer un equipo de fútbol, me dice el camarero, con jugadores del Barcelona y el Madrid, el BarMad. El ingenio amargo de los contertulios sólo se alivia con la picardía de Bárcenas y sus vacaciones.
Nadie, desde el poder, ha tenido el coraje de confrontar la corrupción fehacientemente
Tesis. A este posparto electoral le falta horizonte. Esto es, futuro. Cada una de las barajas posibles requiere de un perdedor. O, al menos, de la cabeza de uno de los candidatos. Más lamentable es que el Partido Socialista, que podría mediar en la definición de ese horizonte, tendría que hacer de chivo expiatorio. A este acuerdo de gobernabilidad le falta un marco teórico, un término de referencia, un estado de legitimidad. La ley tendría que convocar, desde la justicia transicional, no un pacto electoral ni una alianza inmediatista sino un proceso de reformas que garanticen el Estado de derecho social, la operatividad judicial contra la corrupción impune. Y en ese espacio de debate, acordar la reforma constitucional, que asuma las diferencias regionales. Si el país pierde las elecciones por un número dividido de votos, no se le puede imponer a las regiones que ganen por mayoría absoluta. Vivimos, históricamente, una larga derrota electoral. Es evidente que se requiere de un marco jurídico inclusivo, digno del nuevo siglo y a favor de las ideas de renovación. Por lo pronto, urge una mejor explicación.
Pausa. En esta pausa reflexiva cabe ensayar varias preguntas alternativas. En medio de la catástrofe jurídica de la corrupción habría que preguntarse por otro acuerdo poselectoral. ¿No sería más efectivo que en lugar de un pacto de partidos sus delegados elijan una figura independiente, capaz de articular esta crisis de legitimidad, y armar un equipo de trabajo médico que propicie la transición del estado corrupto al estado de salud? La alternativa de otras elecciones generales, en cambio, es de pronóstico reservado. Después de todo, si en algo somos buenos es en ensayar las transiciones.
Julio Ortega es escritor.
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