Un año para Trump
Sus consideraciones sobre las mujeres quedan en segundo plano, pero su misoginia es antológica
Lo de Donald viene de lejos. Su aparición andaba forjándose desde hace años. Así lo analizaba el economista Paul Kraugman esta semana: asombrarse de la irrupción del gran clown es de idiotas. Donald no ha nacido de un repollo. Habrá quien quiera creer, incluso dentro del propio partido republicano, que antes de Trump los candidatos mantenían unas formas aceptables, en la oratoria y el aspecto. Pero el flequillo de Donald Trump, esa especie de bayeta pajiza que le cubre la frente, es la consecuencia del deterioro brutal de la estrategia política. Los otros aspirantes a ser el candidato del partido republicano a la presidencia quieren evidenciar una distancia entre su actitud de políticos profesionales y este individuo aterrizado del mundo inmobiliario, que antes de andar arengando a las masas para prohibir la entrada de los musulmanes a los Estados Unidos, ya era famoso por su fortuna llena de ceros, por sus espectaculares mujeres y por haber conducido un reality show en el que una serie de empresarios competía por llevarse el premio gordo: dirigir una de las empresas del presentador. Trump lleva toda una vida imponiéndose y publicitándose. La ciudad de Nueva York es una muestra de ello: ha conseguido destrozar una parte significativa de la rivera del Hudson edificando moles que llevan su impronta escrita en el tamaño y la fealdad. Obras hechas a su imagen y semejanza: Trump también es enorme, desproporcionado, feo, y trufa su discurso con gestos hiperbólicos que lo definen como una persona de corta inteligencia. El dinero le viene de familia y desde jovencito, sin haber tenido una carrera académica brillante y habiendo dejado atrás algunos capítulos de comportamiento violento en el colegio, se vio liderando empresas de papá. Sus bobadas públicas fueron aplaudidas o ignoradas por esa tolerancia que se concede siempre a un imbécil cuando tiene dinero, pero nadie pensó que aparte de patrocinar a candidatos ultraconservadores él decidiera un día remangarse e iniciar una campaña costeada de su bolsillo como candidato a la presidencia de su país. La primera señal que dio de tal vocación política fue la insidiosa insistencia con que exigió pruebas a Obama de su verdadera nacionalidad, y como una estupidez dicha mil veces acaba teniendo, para algunas mentes primarias, visos de verdad, el presidente acabó cediendo a la insensatez y mostró su certificado de nacimiento en una rueda de prensa.
En lo que va de campaña, el señor Trump se ha retratado a fondo: ha propuesto el muro con México para que no se cuelen aquellos los camellos, los asesinos y los violadores; lo cual ha provocado una indignada respuesta no sólo entre los latinos. Los inmigrantes suponen la mano de obra capital sin la cual el país no podría reiniciarse a diario. También ha expresado sus eficaces estrategias contra el terror: si “ellos” vienen a matarnos, “nosotros” debemos adelantar el ataque. Su última ocurrencia ha sido la de considerar que hay que prohibir la entrada a los musulmanes, y registrar convenientemente a los que ya son ciudadanos americanos. Como suele ocurrir, antes tales disparates sus consideraciones sobre las mujeres quedan en segundo plano, pero la misoginia de Trump es antológica. De una periodista que le descolocó con preguntas algo incisivas comentó que se veía a la legua que tenía la regla. Las ordinarieces que le ha lanzado a Hillary podrían: desde considerar que quien no ha sido capaz de hacer feliz (sexualmente) a su marido es incapaz de satisfacer a su país, a la que soltó la semana pasada cuando afirmó que la candidata demócrata se había retirado de un debate porque había al servicio (aquí vienen risotadas) a hacer una cosa muy asquerosa. Ese es Trump. En los debates de estos días se le piden cuentas: por haber puesto en duda la eficacia de las vacunas, o por su cerrada oposición a la ya amenaza aceptada del cambio climático. Sus oponentes, Bush, Carson, Rubio o Cruz, lo miran con desdén y asombro a partes iguales. Pero saben que tiene grandes posibilidades para salir triunfante. Hay un tipo de hombre blanco, de mediana edad, sin estudios, soltero y resentido que está dispuesto a votarle por considerar que tras sus payasadas hay un hombre que dice la verdad. Trump, concluyó un comentarista perspicaz, es la idea que del triunfador tienen ciertos desposeídos.
Y mientras, los analistas se aplican a la tarea de analizar su discurso, una oratoria primitiva basada machaconamente en dos bandos irreconciliables: nosotros y ellos, buenos y malos. Los demócratas se frotan las manos: consideran que si pelean contra semejante imbécil llevan las de ganar. Pero aunque así sea el país no va a salir indemne de las arengas fascistas de este individuo, porque hay un porcentaje considerable del pueblo americano que siente que al fin un valiente ha pasado a limpio su desazón: hablando en un plural que los acoge, defendiendo la guerra por encima de la diplomacia, despreciando la ciencia y la racionalidad. Pero Trump, repito, no nació espontáneamente: es consecuencia de Reagan, de Bush, de esa idea poco a poco extendida de que sólo el bruto y el ignorante tienen la valentía necesaria como para salvar a un pueblo. Trump, el payaso, cumple a rajatabla todos los requisitos.
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