Malecón 2000: Las dos caras de Guayaquil
Fue un placer caminar por el centro remodelado de Guayaquil: Parque del Centenario, Avenida 9 de Octubre... Allí uno contempla una multitud paseando por un entorno previsible y ordenado, predispuesto sólo para apropiaciones apropiadas. Especialmente grato es recorrer el Malecón 2000, una reconversión en clave de centro lúdico-comercial al aire libre del antiguo paseo marítimo junto al río Guayas, ahora usado ahora por viandantes ociosos que se mueven en un ambiente afable y sin sobresaltos y que pueden detenerse en cualquiera de los espacios verdes postizos de la zona o adquirir comida rápida internacional en el McDonnal’s o el Kentucky Fried Chicken. No podía faltar la correspondiente macroinstalación para el ocio –el Imax– y, por supuesto, el indispensable templo levantado en honor de los nuevos dioses del Arte, la Cultura y el Pasado, en este caso el Museo de Antropología y Arte Contemporáneo, MAAC. Interesante conocer las motivaciones políticas y económicas del Proyecto Malecón 2000 y su entorno, y el impacto de su resultado. Aparecen muy bien analizados por la arquitecta María Gabriela Navas Perrone en el libro Malecón 2000. El inicio de la regeneración urbana de Guayaquil: Un enfoque proyectual (FLACSO).
También subí los 456 escalones numerados que remontan el Cerro Santa Ana, flanqueados por aseadas tiendas de recuerdos, cibercafés, salas de arte, bares con ambiente… En la cima, la iglesia de San Martín de Porres, el faro y un pertinente museo en el que se evoca la época en que Guayaquil fue objetivo de incursiones piratas. También restaurantes y terrazas desde los que se podía disfrutar de magníficas vistas sobre el río y la ciudad.
Pero no todo es tan amable y ordenado en Guayaquil. Bajando la escalinata del cerro Santa Ana, pude entrever, a mano derecha, por algunas oberturas, lo que aquel decorado de cartón piedra que era el conjunto monumentalizado. Separándome de ese núcleo central del cerro, en contra de lo recomendado por los vigilantes privados de la zona, descubrí que el “tradicional y entrañable” Barrio las Peñas lo constituía un laberinto de calles estrechas, casi todas sin pavimentar –algunas una cloaca al aire libre–, en torno a las cuales se alineaban casas pobres habitadas por pobres. Nada que una guía turística hubiera entendido como lugar emblemático de la ciudad, por mucho que bien cierto que lo era, aunque fuera en un sentido bien distinto al deseado por la visión institucional de Guayaquil.
Fue de este modo que me cupo la posibilidad de contrastar dos realidades urbanas que respondían a un mismo nombre –Guayaquil– pero que tenían poco que ver entre sí. De un lado, la ciudad de las páginas web o las publicaciones oficiales, la que se nos mostraba a los visitantes "ilustres" y a los turistas, incluyendo a los propios guayaquileños, a los que no se dejaba de tratar como si fueran espectadores de su propia ciudad. Era el Guayaquil renovado, remodelado, rescatado, el de los escenarios tematizados y las instalaciones comerciales, lúdicas o culturales concebidas según estándares internacionales, etc. Del otro, la ciudad real, la Guayaquil de la desigualdad y la penurias, la ciudad irredenta que escamotearán las campañas de promoción y la prensa oficial.
En el Malecón 2000, vigilantes privados impedían el paso a cualquiera que no ofreciera el adecuado aspecto de pertenecer a una universal clase media. La venta informal está perseguida y las parejas tienen terminantemente prohibido besarse. He ahí un espléndido ejemplo de eso que llaman "espacio público de calidad".
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