Usted nunca pisará esta sala del Thyssen
ICON se cuela en la cueva de restauración del museo madrileño, un lugar prohibido para el común de los mortales
Quinta planta del Museo Thyssen-Bornemisza, en Madrid. Un lugar aséptico de paredes blancas en donde se coordinan las tareas administrativas del museo. Al final de un laberinto de pasillos se yergue una puerta de acceso restringido. Un trabajador pasa su tarjeta por un lector y, et voilà, la puerta se abre. Entramos. Nos recibe el director del departamento, Ubaldo Sedano, y nos deja en manos de Susana Pérez, quien nos va a desentrañar qué demonios se hace en esta especie de cámara secreta a la que el público no tiene acceso (ICON lo ha conseguido gracias a la firma relojera A. Lange & Söhne).
Susana, con bata blanca, disfruta contando las tareas que se llevan a cabo en el taller de restauración; lógico, tampoco suele tener muchas oportunidades… “Tenemos tres líneas de trabajo. La primera es la restauración de obras, tanto de la colección del museo, como de préstamos temporales de un particular, como por ejemplo este Zurbarán, Virgen del Rosario. El segundo es la investigación de técnicas, ya que existe un abanico muy grande de dudas y problemas porque la colección abarca muchos años, desde el Renacimiento a artistas contemporáneos. Los antiguos, respetaban unas normas, soportes, tiempos de secado, pigmentación a base de piedras preciosas machacadas… Los artistas actuales venden un concepto, no les importa tanto que se degrade su pieza, sus obras están hechas con pinturas industriales que tienden a caerse. Y la tercera es la investigación de productos y materiales para aplicar en las obras. Saber qué degradación van a tener esos pigmentos. Por ejemplo, con la cámara de envejecimiento acelerada”.
En un búnker situado en los bajos del museo se encuentra un espacio, blindado con una capa de plomo, donde se realizan las radiografías
Eduardo Terrano, jefe del departamento, nos apunta que lo primero que hacen con obras que van a salir de viaje con destino a otros museos es pergeñar un "mapa de alteraciones", en el que se detallan los daños, “como por ejemplo excrementos orgánicos de moscas, o la carcoma”. La prevención es fundamental, piedra de toque de las labores del taller de restauración. Sobre una mesa presidencial descansa Circo, de August Macke, de 1913. “La cubrimos con cristales y le colocamos una caja climática para evitar que la temperatura y la humedad la dañen (en la sala los 25 grados son ley de obligado cumplimiento). La obra puede viajar a otro lugares en los que estos factores pueden variar mucho; y el transporte también les afecta mucho, camiones, aviones… Todo ayuda a conservar las obras. Es un trabajo permanente. La ética es fundamental a la hora de restaurar (a pesar del intrusismo que tiene nuestra profesión). No tratamos de restaurar con los mismos productos empleados en el original, intentamos mejorarlos con productos más duraderos y efectivos”.
En general, los préstamos de particulares suelen venir en un estado lamentable “porque igual lo han tenido durante años encima de la chimenea…”, apunta Susana Pérez. Cuanto más enfermos estén, más tiempo lleva sanarlos. El Paraíso, de Tintoretto, cuelga, orgulloso y robusto, de una pared. Les ha costado un año dejarlo en perfecto estado. “Es que son cinco metros de lienzo”, apuntan. El de Zurbarán tiene los bordes desgarrados: “Hacemos sutura, como si fuéramos cirujanos”. Por ahí, en quirófano, anda un Jan Mabuse Gossaert, Adán y Eva (circa 1507-1508), “una tabla que tiende a combarse por el movimiento natural de la madera. Lo hemos craquelado, poniéndole unas piezas de madera detrás del cuadro”, apuntan los restauradores.
Otra de las joyas que tienen entre sus manos es Matamúa, de Gauguin, que en su momento fue el más caro de la colección de la Baronesa, 3.000 millones de euros. “Fue retelado con productos inadecuados que, en fin, cambiaron la naturaleza de la pintura. Sabemos qué hay que quitar, qué tela se puso después de la original. Quizás uno de los peores daños es restaurarlo con malos materiales, como poner entelados que luego se planchan, y esto es irreversible. Un agujero no es lo peor”, confiesa Susana.
Cuanto más enfermos estén, más tiempo lleva sanarlos. 'El Paraíso', de Tintoretto, cuelga, orgulloso y robusto, de una pared. Les ha costado un año dejarlo en perfecto estado. “Es que son cinco metros de lienzo”, apuntan los restauradores
Unas fotografías de una precisión y resolución brutales muestran el grosor de la pintura, como si fuera una tarta cortada, una fuente de información que les permite desentrañar el ADN del cuadro. Estamos ya en el feudo de Andrés Sánchez Ledesma, el químico al mando del laboratorio de análisis. Es bioquímico especializado en procesos de restauración y técnicas de pintura. “No solo trabajamos con la pintura directamente. Fabricamos barnices, colores, pigmentos, pegamentos, adhesivos… Lo que es bueno para las bellas artes no es bueno para la restauración. Cogemos esos productos y los investigamos durante mucho tiempo. Sabemos cómo van a evolucionar. Así predecimos qué efectos van a atener en una obra; es decir, evaluación del riesgo. Sin duda hay mucha vinculación de nuestra especialidad con las ciencias forenses”.
Las cuestiones sobre la falsificación de obras de arte flota en el ambiente del taller de restauración. ¿Se pueden detectar? Sí, claro. “La falsificación perfecta no existe. Como tampoco el crimen perfecto”, zanja las dudas Andrés Sánchez. Reparamos en un Monet situado en un caballete, el Puente de Charing Cross, un asiduo a la enfermería: “Tenemos que restaurarlo cada poco tiempo –nos cuenta Susana–, tiene una capa rojiza bajo los colores delicados de la primera capa; hay que consolidar los colores cada poco tiempo porque la capa rojiza tiene a salir al exterior”.
En fotografía nos espera el director del Departamento de Restauración del Thyssen, Ubaldo Sedano, quien nos documenta los procesos de restauración, una especie de visión global del asunto. En Hércules y la corte de Onfalia, de Hans Cranach, restaurado hace dos años, percibimos el antes y el después. “La luz infrarroja, por su longitud de onda, nos puso de manifiesto las capas subyacentes, y entre ellas una que mostraba los dibujos preparatorios, que son como la huella dactilar del artista”. En un búnker situado en los bajos del museo se encuentra un espacio, blindado con una capa de plomo, donde se realizan las radiografías. “A través de ellas percibimos el juego de densidades. Y luego están las luces ultravioleta”. El resultado es un Cranach nuevo, vivo, en el que se paladean los colores y matices originales del cuadro.
Antes de abandonar el secreto mejor guardado del Thyssen, nos detenemos en el cubículo de Alejandra Martos, que acaba de terminar de limpiar un Giandomenico Tiepolo. “El artista empleó la tela para otra cosa, y lo hemos detectado”, explica Martos. Sus armas son un palito de madera y algodón, “pero luego están tu pulso y tus ojos. Nosotras no estamos descubriendo nada que no existiera. Aunque quitemos el barniz oxidado, la pátina del tiempo continúa en la obra, el envejecimiento del óleo sigue latente”. Es cuando nos desalojan. Ya hemos visto bastante.
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