La despensa del fin del mundo
La costa chilena esconde tesoros gastronómicos. El lema podría ser: 'Una rareza en cada parada'
El picoroco es un crustáceo que se comporta de forma parecida a un percebe, del que es pariente cercano: se asienta sobre piedras, filtra agua para alimentarse y tiene un cuerpo alargado y tierno. El resto es tan extraño que no es fácil describirlo. Vive rodeado de una especie de cápsula de formas caprichosas que parece una piedra y es necesario trabajarlo para extraer una carne que recuerda a la del centollo o los grandes cangrejos. Es compacta, dulce, elegante y seductora. Un bocado diferente por sus características, sus prestaciones, y un hecho mucho más singular aún: sólo se encuentra en la costa chilena. Lo probé por primera vez en uno de los menús que sirve Rodolfo Guzmán en Boragó, el restaurante que ha lanzado los sabores más íntimos y escondidos de Chile al universo de la alta cocina. Quedé enamorado en un solo bocado. La confirmación llegó de forma gloriosa semanas después, sentado a la mesa del Liguria, en forma de plato sopero lleno hasta el borde de picorocos.
Este marisco tan extraño es uno de los ingredientes del tradicional curanto, un guiso milenario de las costas de Chiloé que combina mariscos, tubérculos y hortalizas, al que se han ido incorporando carnes y embutidos. Se cocina bajo tierra, aprovechando el calor de piedras al rojo vivo, aunque también hay una versión preparada en olla. El piure suele ser otro de los ingredientes del curanto y es tan extraño o más que el picoroco. Otro producto de ciencia ficción que crece agarrado a las rocas costeras del sur del Pacífico, siguiendo la estela de los gigantescos erizos que ofrecen las costas de Chile y Perú.
El picoroco es un crustáceo compacto, dulce, elegante y seductor
Los científicos lo presentan como un pariente lejano de los vertebrados y su nombre significa, literalmente, “marisco de color rojo”. Es el color predominante de la especie, que muestra un sabor muy intenso y perfumado, aunque en Antofagasta encontré una variedad de color violáceo, casi morado, con la carne mucho más tersa y consistente. Es el alimento preferido de los locos, pero también llega a la carta de los restaurantes. En fresco se come directamente con limón o en arroz. En las costas del sur de Chile lo ahúman y lo secan ensartado en tiras.
Y además están los locos, esa suerte de avalones, de carne prieta, consistente y un punto elástica que fascina al comensal chileno hasta convertir el loco mayo (locos con mayonesa) en un emblema culinario. Sólo son tres muestras de la singularidad de la despensa que protegen las costas del Pacífico Sur construyendo un paisaje culinario diferente, llamativo y extraño que abre las puertas del fin del mundo.
Las referencias se cumulan conforme desciendes a lo largo de los 6.435 kilómetros que recorre la línea costera de Chile, entre la frontera con Perú y el Estrecho de Magallanes. El lema podría ser Una rareza en cada parada. Están, por ejemplo, los cangrejos dorados del archipiélago Juan Fernández, en el camino entre la costa continental y Rapa Nui. Endémicos del archipiélago, se explotan comercialmente por la delicadeza de su carne, sobre todo en la isla Robinson Crusoe. Están protegidos desde 2013 por un sello de origen, al igual que sucede con las langostas capturadas en estas aguas.
El piure es otro producto de ciencia ficción que crece agarrado a las rocas costeras del sur del Pacífico
No pierdan la cuenta porque todavía tenemos el kra kra, un pescado exclusivo de la Isla de Pascua. La forma es chata y ancha, con la piel de color rojizo y tiene una carne perfumada y sabrosa. En buena medida lo debe a una dieta que se organiza a base de crustáceos y ocasionalmente langostas pequeñas. Es otro de los descubrimientos que muestra Rodolfo Guzmán desde la cocina de Boragó, en Santiago, donde la he comido por primera y única vez, guisada al vapor con hojas de castaño, a las que dan un ligero toque ahumado. El rollizo es otro pescado de roca, de carne prieta y sabrosa.
Hay más. Podríamos hablar de los erizos del Pacífico sur, descomunales si los comparamos con sus parientes europeos, con las lenguas grandes, carnosas, sutiles y tan grasas que algunos las definen como el foie-gras del mar. También está el luche, un alga que sabe a ostras y los mapuches fermentan y ahúman. Y apenas hemos comenzado.
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