Oroza
Había convertido su vida en Vigo en una construcción poética ensimismada y feroz: hablaba ya consumido por el arte
La primera vez que lo vi estaba rodeado como un altar en el Royal de Vigo. Su figura pequeña se desembarazó de un puñado de lectores y arrastró las piernas flacas a una mesa para sentarse conmigo. “El otro día me reconoció un camionero”, anunció. También tenía fans en el mundo del rock y el rap. Al fin y al cabo eran ellos, estrellas de los escenarios, los depositarios de la palabra cantada. “Mis poemas nacieron oralmente y no los transcribo al papel sino con verdadera repugnancia”. En la mesa se dedicó a saquearme el tabaco (“uno más, ¿te importa?”) hasta que al final de la entrevista le ofrecí la cajetilla y gritó: “¡Quita, quita, que eso escaralla la garganta!”.
Era Carlos Oroza, una estrella de la poesía, un paseante, un hombre de leyenda tan extravagante que a ese esqueleto nimio, a ese tipo que dormía en bancos y pasaba hambre en Madrid, le homenajearon poniendo su nombre a un instituto de hostelería en Pontevedra. Mi hermano Novoneyra, hijo de Uxío Novoneyra y cantor como él, pero en la intimidad de las noches y los muelles (el padre, poeta mayor, lo fue de la montaña y la nieve), me había arreglado una cita complicada. Oroza era un mito, muchos en Madrid ya lo creían muerto de cuando desapareció de la ciudad, del reino del Gijón, de la poesía de combate en las puertas de las facultades subido a una caja. Por huir hasta había huido en Galicia, cuando lo sacó en el 75 un puñado de amigos disfrazados de secretas por recitar Desfile de la victoria de un teatro lleno de cargos franquistas en Pontevedra.
Hablaba casi rimando y había convertido su vida en Vigo en una construcción poética ensimismada y feroz: hablaba ya consumido por el arte, despojado del aliento terrenal con que se hacían las cosas medio siglo antes. “En la película El lado oscuro del corazón aparece un poeta en una casa de prostitutas y a una de las chicas se la encuentra leyendo a Rilke. Después él triunfa y es reconocido, y publica un libro, y va a ver a esa prostituta que le dice: ‘Ahora ya no me gustas’. Tras haber conocido el éxito él pasea con el fracaso de ser poeta, porque ser poeta es un auténtico fracaso (...) No te sale nada bien. Y ese poeta va por el campo, ve a una vaca que le muge: ‘Muuu’, y él dice: ‘Ya me lo decía mi madre, que iba a ser un desgraciado”.
Al final de la entrevista, celebrada en 2010, le pregunté cuántos años tenía:
—Muchos— respondió.
—¿78?
—Sí— dijo.
En el texto le corregí: “En realidad tiene 77”. ¡Qué poco coqueto era Oroza, qué gran despiste de poeta! Leo que ha muerto a los 92.
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