Esos otros fugitivos
Ahora que la Rusia de Putin se ve abocada a un profundo letargo económico, sus ciudadanos se mudan a Tallin o Praga en busca de una mayor estabilidad
Este verano me senté en la terraza de un café en una plaza ajardinada del centro histórico de Tallin. Mientras sorbía la limonada, miraba a unos pintores que le daban una capa amarilla al campanario de la catedral gótica: había que aprovechar el breve tiempo anticiclónico para que la pintura se secara. Los pintores no eran estonios, sino rusos; subidos en unos andamios, los de abajo se comunicaban con los de arriba y entendí que eran hombres que habían huido de una Rusia en plena crisis económica a la más próspera Estonia en búsqueda de trabajo. Los pintores se movían como acróbatas por los andamios y los turistas los fotografiaban en sus curiosas poses.
No siempre los rusos tuvieron la necesidad de trabajar en los andamios de los países vecinos; más bien al contrario: ellos solían ser los dueños que daban órdenes. En 1940 los soviéticos ocuparon Estonia destruyendo su élite política, asesinando a los miembros del Gobierno y deportando al presidente y al comandante de las Fuerzas Armadas. Tras la ocupación nazi, como ganadores de la guerra, anexionaron Estonia a la URSS; durante esta operación deportaron a una cuarta parte de la población activa a Siberia y la enviaron al gulag.
Los rusos no dudaron de su derecho a hacerlo porque la Conferencia de Yalta, en 1945, reorganizó Europa, adjudicando no solo Estonia, sino la Europa Central y del Este, a la esfera de influencia de la Unión Soviética. A partir de entonces, esos países se vieron obligados a adoptar el totalitarismo calcado de la URSS y a enviar parte de sus ganancias económicas a Moscú. A los Estados rebeldes, como Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, se los castigó con más represión sangrienta.
Al derrumbarse el muro de Berlín, en 1989, la mayoría de los países bajo la influencia soviética se liberaron de su indeseada dependencia. Estonia, junto con los otros Estados bálticos, Letonia y Lituania, lo hizo en 1991, declarando su independencia. Una década y media más tarde, muchos de esos países entraron en la Unión Europea.
Vista desde el prisma de hoy, la situación ha cambiado por completo. Los países se deshicieron de la influencia rusa y muy pronto reemprendieron su antigua energía laboral y sus economías experimentaron un notable crecimiento. Mientras, la Rusia de Putin se ve abocada a un interminable y profundo letargo económico. Por eso ciudades como Tallin y, sobre todo, Praga se han llenado tanto de rusos de clase acomodada, en busca de una mayor estabilidad para sus negocios y una educación mejor para sus hijos, como de trabajadores rusos que en esas capitales se ganan la vida de mejor manera.
Al terminar mi limonada, pago y me levanto. Me despido en inglés de la camarera estonia y en ruso de los simpáticos pintores de la torre, que me devuelven el saludo, aunque no ignoro que su idioma está mal visto en estas latitudes. Luego prosigo mi camino, deseándoles mentalmente que sus anfitriones estonios no les maltraten como los rusos maltrataron a sus padres y abuelos.
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