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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El impacto de la luz

Una electricidad cara distorsiona la productividad y daña la renta familiar

Las conclusiones del informe sobre el precio de la electricidad en Europa, elaborado por David Robinson —donde se demuestra que, desde 2008, la luz ha subido en España el doble que en la UE durante la crisis—, sitúan el mercado de la electricidad como uno de los problemas graves de la economía. España tiene la cuarta electricidad más cara de Europa, según el informe, y en los años de recesión el encarecimiento constante e incontrolado del recibo ha contribuido a endurecer las condiciones de vida de las personas con rentas más bajas. Durante este periodo se ha acuñado, y no por casualidad, el término pobreza energética, y se han multiplicado los casos de corte de suministro.

El precio de la electricidad es decisivo para las rentas de los hogares: se trata de un servicio básico que, debido a una estructura de tarifas que privilegia el coste fijo, deja poco margen de maniobra para el ahorro. También es crucial para la industria. Un precio elevado del kilovatio eleva el precio final de un producto o servicio y erosiona su competitividad. Cuando se reclama genéricamente un aumento de la productividad de la economía se sobrevuela sobre las recetas mágicas sin descender a los detalles. Y este es uno de ellos.

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El informe de Robinson atribuye el encarecimiento de la luz a lo que llama financiación de las políticas públicas. Es decir, la tarifa eléctrica estaría financiando, mediante recargos acumulados, las primas a las renovables, el coste del déficit de tarifa, las ayudas al carbón y las compensaciones por la moratoria nuclear. Esta percepción es correcta, pero conviene precisar que desde 1996 los Gobiernos han aceptado una política de reconocer sistemáticamente derechos a las compañías en un mercado regulado, y los errores se han ido acumulando sin que los Gobiernos hayan sido capaces de cercenar este reconocimiento continuo (que, por ejemplo, ha producido un déficit eléctrico superior a los 24.000 millones) ni articular una competencia efectiva de la comercialización eléctrica.

Por otra parte, no todo son cargas de políticas públicas. El establecimiento de un precio marginal en la generación eléctrica impide que los beneficios derivados de la amortización de la producción nuclear o la hidráulica se trasladen al consumidor. Y por el camino se ha quedado sin explicar dónde están los más de 3.500 millones percibidos en exceso por las compañías en concepto de Costes de Transición a la Competencia.

Que el mercado eléctrico tiene que ser reformado es casi un lugar común al menos desde 2004. Pero ningún Gobierno ha aceptado la responsabilidad. Aunque los términos de esa renovación sean discutibles, los objetivos mínimos serían trasladar las mencionadas cargas públicas a los presupuestos (y eliminar alguna); elaborar un sistema de precios que traslade la ventaja de las tecnologías amortizadas al recibo de la luz y fijar un plan para que se identifiquen con claridad los incentivos para invertir en determinadas tecnologías (por ejemplo, las renovables), y suprimir las primas a la producción obsoleta o cara. Además, la miríada de tasas e impuestos aplicados para cauterizar la hemorragia del déficit de tarifa constituyen un modelo fiscal engorroso que debería sustituirse por métodos fiscales más correctos y eficaces.

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