Marchando
Hemos interiorizado este ciclo incesante de exhibición y consumo, pero detengamos por un instante nuestra ansia de novedades
En el universo fashion estos días reina el frenesí. Es temporada de desfiles y hay que apresurarse. A ritmo delirante se cogen taxis, se escriben crónicas, se disparan fotografías, se transforma a obedientes cohortes de maniquís en el look perfecto que cientos de fotógrafos capturarán para que miles de medios de comunicación lo difundan a millones de espectadores globales y ¡a desfilar! Comienza el fashion show y nosotros ya formamos parte de él. Hemos interiorizado este ciclo incesante de exhibición y consumo, pero detengamos por un instante nuestra ansia de novedades. Rebobinemos.
Inicialmente, los diseños se lucían serenamente ante una clientela exclusivamente femenina en la privacidad de los salones de las maisons. En 1901 la maison Lucile se inspira en los espectáculos de los teatros parisinos y londinenses para convertir la moda en otra fábrica de sueños: instaló un escenario especialmente iluminado y música en vivo, desarrolló un eje temático para la colección, desterró las poses estáticas, bautizó los trajes con nombres sensuales, confundió mujer con prenda llamando modelo a la maniquí, destapó a las maniquíes: adiós a los maillots negros que cubrían la piel de las chicas, imprimió programas e invitó a los esposos de sus clientas. Un pequeño paso para una mujer, un salto de gigante para el márquetin de la industria de la moda.
La teatralidad de los nuevos desfiles inquietó al público de la época. Al igual que las ordenadas líneas de las coristas, las maniquíes mostraban una uniformidad repetitiva. La velocidad y exactitud de su marcha mecánica, el automatismo glacial de las sonrisas, el vacío expresivo y la despersonalización robótica de los estandarizados cuerpos-percha recordaba perturbadoramente a las autómatas. Encarnaban la estética de la modernidad: la velocidad, la producción racional, mecanizada e incesante del capitalismo industrial cuyo modelo era la cadena de ensamblaje de la fábrica de coches Ford. Vestidos para matar y de confección, las disciplinadas tropas de infantería marchaban al sacrificio de la I Guerra Mundial.
Recuerdo las carcajadas que arrancó de la audiencia del Festival de Todas las Áfricas del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, cuando el artista y performer nigeriano Dilom Prizulike parodió un fashion show. Sobre el escenario, una atractiva tropa de hombres negros, recién reclutados entre los asistentes, erraban los giros, rompían las líneas, perdían el gesto, miraban al cielo desconcentrados, indómitos y creativos, subvertían la disciplina mientras el maestro de ceremonias perdía los nervios. El desfile fracasado de un ejército imposible. Rompan filas.
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