Cecil
Matar a un don nadie es mucho más fácil, y tiene muchas menos consecuencias, que matar a un rey
Pienso en Cecil, ¿se acuerdan? Cecil, el león de Zimbabue, esa catedral de dientes y batallas ganadas a lo largo de trece años de vida a quien un dentista gringo, Walter Palmer, mató en julio pasado pagando, a cambio de que lo dejaran hacerlo, 55.000 dólares. Cecil vivía en un parque nacional hasta que Palmer le asestó un flechazo y después orgullosamente un tiro. Así, un animal que debe haber aniquilado a unos cuantos de su misma especie fue abatido por un hombre que se dedicaba al blanqueamiento dental. No era la primera vez que Palmer pagaba por matar, pero esta vez se complicó porque Cecil no era un león cualquiera: era “el león insignia de Zimbabue”, estudiado desde hacía años por un proyecto de la Universidad de Oxford. Su muerte no pasó inadvertida, como hubiera sucedido con la de cualquier otro león. Su foto de rey de África llegó a todos los medios y la descripción de su agonía hizo que la cólera del mundo se alzara contra él (aunque nadie dijo nada acerca de que el escenario de los hechos fuera un país gobernado por un hombre brutal, Robert Mugabe, desde 1987). Pocos días después, Palmer (que tuvo que cerrar su clínica) se pronunció en público. Dijo: “No tenía ni idea de que el león que cacé fuera tan conocido, ni que fuera tan importante para el país. Lamento (…) que el ejercicio de una actividad que amo y practico de forma responsable y legal resultara en la muerte de este león”. O sea: dijo Palmer que lo que lamentaba no era haber matado al león, sino que el león fuera tan importante. O sea: dijo Palmer que lo que lamentaba era que su gustito por matar esta vez no hubiera pasado desapercibido. O sea: dijo Palmer, desembozadamente, lo que tantos no se atreven a decir: que matar a un don nadie es mucho más fácil, y tiene muchas menos consecuencias, que matar a un rey.
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