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MIRADOR
Columna
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Paisaje después de la batalla

Me gustaría pensar que Barcelona y Cataluña, después de la batalla electoral, van a volver a ser lo que siempre fueron: una ciudad y un país sin muros entre sus habitantes

Julio Llamazares

Escribo esto en Berlín, a muchos kilómetros de España. Y lo hago en vísperas de las elecciones de Cataluña (la anticipación periodística me obliga), sin saber qué resultados se producirán en ellas. Así que desconozco a qué paisaje se estarán asomando los españoles, y los catalanes en particular, cuando este artículo vea la luz, después de la batalla que ha tenido lugar durante todo este tiempo. Sea cual sea ese paisaje, no cambia mi opinión sobre un problema que amenaza la paz y la convivencia de todos los españoles, no sólo de los catalanes.

Llegué a esta ciudad, Berlín, por primera vez hace muchos años, cuando aún su célebre muro la dividía en dos; nada que ver, por tanto, con la que ahora contemplo, en la que ni siquiera se advierte ya la gran cicatriz urbana, política y paisajística que la Segunda Guerra Mundial y treinta años de división dejaron en ella. En su lugar, modernos edificios y jardines han venido a pintar otro paisaje muy diferente del de los ochenta, cuando el de la batalla entre los dos bloques aún se percibía. Hasta el peso del mundo, que en Berlín se nota más, según Peter Handke, que en ninguna otra ciudad, con la salvedad quizá de Jerusalén, es ya tan perceptible, eclipsado por el brillo de las nuevas avenidas y edificios de cristal y por la relajación que, al revés que entonces, se advierte en los berlineses. Hay problemas, pero el problema con mayúsculas, el del enfrentamiento y la división, ha desaparecido.

Digo esto a propósito del paisaje que en Cataluña he ido viendo dibujarse en estos últimos tiempos, un paisaje de banderas en un clima enardecido y cada vez más enrarecido y pesado. Incluso la Barcelona que uno conocía, abierta al mundo y al mar, se me antojó en mis últimas visitas menos amable y vital, más alejada de la ciudad que Cervantes describió hace cuatro siglos con toda suerte de elogios: archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes… ¿Qué ha cambiado? No lo sé. Mejor dicho: lo sabrán ya a estas alturas los catalanes y los españoles.

Sea cual sea el paisaje que hayan pintado las urnas, haya ganado las elecciones quien haya sido, me gustaría pensar que, como el Berlín que ahora veo mientras escribo desde la habitación de mi hotel, Barcelona y Cataluña, después de la batalla electoral, van a volver a ser lo que siempre fueron: una ciudad y un país unidos y abiertos, sin muros entre sus habitantes y sin fronteras minadas por el rencor. Parece algo difícil, pero más lo parecía en Berlín y ahí está.

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