Los Objetivos de Desarrollo también tienen sus fortalezas
Los ODS son el resultado de un proceso masivo de consultas liderado por Naciones Unidas, un hecho que en sí mismo les da protagonismo en la agenda global
En apenas unos días, se aprobarán en una Cumbre celebrada en Nueva York los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Se trata posiblemente del acontecimiento político más importante en el ámbito del desarrollo global desde principios de los 2000, cuando se aprobaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) que vienen a remplazar.
Con la aprobación de los ODM, dieron un vuelco la agenda del desarrollo mundial y también la forma en la que donantes y receptores de ayuda gestionaban sus políticas de cooperación. No resulta, pues, sorprendente la expectación generada por la Cumbre y la proliferación de análisis, comentarios y noticias entorno a esta nueva agenda (incluido este artículo).
En cierto modo, el análisis de los ODS por parte de académicos y think tanks empezó hace ya unos años, cuando la agenda ni siquiera tenía nombre. El tema no era tan candente como ahora pero lo que sí era seguro era que los ODM finalizarían en 2015 así que cabía preguntarse qué sería lo que vendría en el post-2015, o si es que algo llegaría.
Hace sólo dos o tres años, el ambiente en torno a la agenda de desarrollo no era tan positivo como lo es ahora. La crisis económica mundial y los cambios de ciclo fiscal y político habían vapuleado los presupuestos de ayuda de algunos (algunos más que otros) de los llamados donantes tradicionales (esto es, de los miembros del Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE), lo que hacía aún más visible el creciente peso de la llamada cooperación Sur-Sur. Europa y Estados Unidos habían dejado de crecer, o apenas lo hacían, mientras que parte de América Latina, África y Asia se beneficiaban de una subida de los precios de la energía y de otras materias primas. Por su parte, China, un país dependiente de dichas materias primas y también del consumo occidental, parecía resistir la crisis sin tantos problemas como los donantes tradicionales. En definitiva, no solamente el mundo se igualaba con la decadencia de unos y la emergencia de otros; también pasaron a cobrar mucha más importancia las agendas nacionales frente a las internacionales.
No obstante, en el último par de años, la situación (o la percepción generalizada de esta situación) habría dado un giro importante. A diferencia de lo que ocurriría con los ODM y dadas las críticas que estos objetivos recibieron por ello, los ODS son el resultado de un proceso masivo de consultas liderado por Naciones Unidas; un hecho que, en sí mismo, ya devuelve cierto protagonismo a la agenda de desarrollo. Además, la narrativa igualizante del mundo parece haberse transformado en un discurso de retos comunes como la desigualdad o el cambio climático.
Quizás en parte como resultado de su proceso de elaboración, los ODS que se van a adoptar en Nueva York son más numerosos que los ODM (17 frente a 8). Por lo tanto, contemplan más dimensiones del desarrollo: la pobreza, la educación o la salud, tan presentes en los ODM, pero también la desigualdad, el crecimiento económico inclusivo, o las pautas de consumo, tan ausentes del debate en los 2000.
Han sido múltiples las críticas a esta proliferación de objetivos dispersos, con metas que no siempre son tales, con distintos niveles de exigencia —se persigue, por ejemplo la erradicación de la pobreza de quienes viven con menos 1,25 dólares diarios para 2030 mientras que en lo que respecta al comercio bastaría, en general, con “aumentar significativamente las exportaciones de los países en desarrollo”—. Un par de críticas son las que hacía hace pocos días uno de los padres de los ODM, Jan Vandemoortele en este mismo medio, o la de The Economist de hace unos meses, algo más osada, que tachaba esta agenda directamente de “estúpida”.
Han sido múltiples las críticas a la proliferación de objetivos dispersos, con metas que no siempre son tales, con distintos niveles de exigencia
Quien mucho abarca poco aprieta y es indudable que los ODS presentan una serie de riesgos. En primer lugar, la confluencia de las agendas de pobreza y cambio climático puede llevar a la dilución de los compromisos de lucha contra la pobreza en un par de objetivos de uso sostenible de ecosistemas de agua dulce, o de reducción de los efectos de la acidificación de los océanos. En segundo lugar, con tantas cosas en el plato, podría haber una tendencia a resolver lo más fácil primero (que no tiene por qué ser lo más grave ni lo más importante) o incluso podría ser la excusa perfecta para esquivar el compromiso y la responsabilidad política de distintas partes.
No obstante, también podría argumentarse que los ODS son el resultado y la respuesta a los ODM: a sus logros pero también a sus fracasos y críticas. Durante los años de puesta en práctica de los ODM, éstos no estuvieron exentos de polémica. Se aplaudía, sí, el hecho de que la comunidad internacional hubiera llegado a un compromiso ambicioso y mensurable; prueba de ello es quizás que los flujos de ayuda se disparan en los años 2000. Pero también se criticaron los objetivos por distintos motivos, de los cuales me gustaría resaltar dos.
En primer lugar, excepto por la meta de la pobreza, los ODM obviaron por completo el problema de las desigualdades que ya era importante y creciente a principios de este siglo. Incluso, planteando algunas metas en términos de paliación de un problema en lugar de su erradicación, se podían estar alimentando desigualdades preexistentes. Por ejemplo, la mortalidad infantil. Si la meta era reducir, en dos terceras partes, entre 1990 y 2015, la mortalidad de niños menores de 5 años, la tentación de focalizar los esfuerzos en las zonas urbanas, de más fácil acceso, pero con una mejor situación de partida, era mayúscula.
En segundo lugar, los ODM, derivados en parte del enfoque académico de las necesidades sociales básicas heredaron sus fortalezas y sus debilidades. La Declaración del Milenio, resultado de las cumbres sociales de los años noventa supo responder con contundencia a las carencias de agendas previas demasiado economicistas y demasiado vagas. Se volvió a poner al ser humano en el centro de la problemática del progreso y, con él, la dimensión social del mismo. Pero haciéndolo, también se simplificó en exceso la narrativa del desarrollo, olvidando que esos individuos se organizan en comunidades con lógicas políticas, culturales y económicas que les trascienden pero que también moldean. Y resultó que los problemas de las desigualdades o de la prevalencia de la pobreza también tenían que ver con el patrón de crecimiento económico que, ahora sí, se incluye en forma de ODS número ocho.
En definitiva, los procesos de desarrollo son largos, complejos, holísticos, multidimensionales e inciertos. La agenda de desarrollo que guíe el sistema de cooperación de los próximos 15 años deberá saber comprometer y aglutinar a la comunidad internacional en torno a metas concretas pero también deberá reconocer la dificultad de esta tarea y, de momento, este reconocimiento ya ha llegado.
Iliana Olivié es investigadora principal del Real Instituto Elcano. Profesora, Universidad Complutense de Madrid.
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