La benéfica inteligencia de la calma
No es razonable pedir a los independentistas que renuncien a su objetivo pero sí lo es solicitarles un poco de sosiego
Hay pocos procesos de secesión en el mundo democrático occidental, pero en esos pocos ejemplos siempre se han dado dos características: ha hecho falta tiempo entre que se formula la petición de un referéndum y se logra llevarlo a cabo, y todo el camino ha tenido que realizarse con una gran transparencia. No parece que en el proceso puesto en marcha en Cataluña existan esas dos características. El principal partido que respalda esa exigencia, Convergència, no planteó formalmente su apoyo al “derecho a decidir” hasta 2010 y su voluntad independentista hasta hace muy poco. La primera vez que habló en su programa electoral de un referéndum o consulta, como traducción de ese “derecho a decidir”, fue hace tres años.
En el caso de Quebec, tantas veces aludido por unos y por otros, las cosas no fueron rápidas. El partido que lideró la demanda de independencia, el Parti Québécois, fue fundado en 1967. Su principal líder, René Lévesque, planteó rápidamente algo parecido a lo que defiende hoy Artur Mas: declarar la independencia a través de una mayoría parlamentaria. Sin embargo, esa idea fue rechazada por una mayoría de su propio partido por estimar que sería difícilmente comprensible por el resto de los canadienses y por la comunidad internacional. La vía tendría que ser la celebración de un referéndum. Entre la elección de esa estrategia y la celebración del primer referéndum (1980) pasaron unos cuantos años y tres Gobiernos canadienses diferentes (aunque dos de ellos presididos por el mismo político, el carismático Pierre Trudeau).
En el caso catalán, sorprende la rapidez con la que se desarrollan los acontecimientos. Por mucho que se hable de cansancio, o de años de debate, la realidad es que de lo que ha hablado el partido nacionalista mayoritario (CiU) todo este tiempo ha sido de autogobierno, no de independencia. Y que cuando ha pasado a ese nuevo lenguaje, de la mano de Esquerra Republicana de Catalunya y de movimientos como el Omnium Cultural o la Asamblea Nacional de Catalunya, ha quemado las etapas a uña de caballo, hasta llegar a estas extrañas elecciones plebiscitarias, presentadas como una manera de avanzar hacia la independencia.
En el caso de Canadá hay circunstancias diferentes, por supuesto, pero algunas son llamativamente comunes. Pierre Trudeau, primer ministro de Canadá cuando se celebró el primer referéndum por la independencia de Quebec, no hizo nada por impedir su celebración, pero anunció que no negociaría la independencia “bajo ninguna circunstancia”. No hubo ocasión de comprobar el resultado de esa postura, porque el resultado de la votación fue no, como en el segundo referéndum de 1995. De hecho, la famosa Ley de Claridad, el dictamen del Tribunal Supremo de Canadá sobre la necesidad de negociar esa secesión si existiera mayoría de ciudadanos a favor, no porque se reconozca ningún derecho a la autodeterminación, sino por vocación democrática, no se produjo hasta 1998. Y no fue hasta noviembre de 2006 que el Parlamento de Canadá aprobó una moción, presentada por el primer ministro, en la que se afirma textualmente: “This House recognize that the Québécois form a nation within a united Canada” (esta Cámara reconoce que los quebequeses forman una nación dentro de una Canadá unida).
No es razonable pedir a los independentistas que renuncien a su objetivo. Pero sí lo es solicitar un poco de sosiego y de medición de tiempos. Así y ahora, no es posible. Nadie puede asegurar que no lo sea “allá y entonces”. Simplemente, el camino es lento y debe ser claro. solg@elpais.es
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.