El sabotaje de Cassandra
Dorothy Baker lamentaba en una entrevista no figurar entre los “buenos” escritores estadounidenses. Pero no se cumplió la profecía

En 1962, seis años antes de morir, Dorothy Baker lamentaba en una entrevista no figurar entre los “buenos” escritores estadounidenses. No daba la talla. Su carrera no había hecho más que desinflarse. Nadie las recordaría. Ni a ella, ni a sus novelas. Pero no se cumplió la profecía. En 2007, la célebre revista literaria The New York Review of Books reeditó Cassandra en la boda –que ahora publica Contraseña– dentro de la colección de Clásicos que define así: libros que no se descubren en el instituto o la universidad, pero que, si se leen, se recuerdan de por vida.
Dos novelas

Dorothy Baker escribió cuatro obras. El chico de la trompeta fue la de mayor éxito. Más discreto fue el de Cassandra en la boda (aunque entre sus fans se encuentra Carson McCullers). Ambas se encuentran en el catálogo de Contraseña. Baker escribió sobre mujeres, artistas, inmigrantes, y quizá por eso, aducían en la London Review of Books, sus libros no recibieron la atención merecida.
Cassandra y Judith Edwards son gemelas –aunque Baker se cuide de utilizar la denominación en el libro–. Siempre han estado juntas. El resto de la gente nunca les ha hecho demasiada falta: no tienen amigas de la infancia: preferían estar en casa, solas o con sus padres –ella, escritora; él, profesor de Filosofía–. “Que no nos incordien los desconocidos, seamos nosotras mismas y no perdamos la integridad”.
Ese es el lema de Cassandra. Pero su hermana, tras pasar nueve meses en Nueva York, anuncia su inminente boda. Y a Cassandra no le queda más alternativa que sabotearla: ella había planeado una vida juntas en París. Quizás en Tenerife. Lejos de California.
Justo cuando la intensidad y la neurosis de Cassandra empiezan a hacer mella, Baker da un giro a la novela. Todo cambia, la lectura se acelera, y habla Judith, la hermana serena, comprensiva.
Bebiendo champán, antes de abandonar el salón de bodas, Cassandra piensa que la próxima vez que vea a su padre tendrá que hacerle una de esas preguntas filosóficas que tanto le gustan: “¿Quién ha dicho que la vida nunca nos brinda nada que no pueda ser considerado tanto un nuevo punto de partida como un final?”.
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