El jardín como superviviente
El jardín High Line, al oeste de Manhattan, recuerda, por su elevación, a una estación del metro del Loop de Chicago. Sólo que en lugar de cables hay ramas de árboles y en vez de graffiti, arbustos y plantas.
Se trata de un jardín ingenioso, un espacio verde inesperado de 2,3 kilómetros en medio del asfalto, un parque lineal y elevado que nació para sustituir un tramo de una antigua línea de tranvía. Lo que lo hace ingenioso es haber sido capaz de realizar semejante reconversión. Lo que lo sitúa en las alturas es una cuestión de supervivencia: no había otro espacio. Pero lo que lo llevó a existir fue el empeño de los vecinos y la voluntad de un grupo de paisajistas y arquitectos de ver un parque en lo que solo parece una ruina. Ocupando una extensión de más de dos kilómetros, ofreciendo vistas además de vegetación, este jardín evidencia la naturaleza artificial de cualquier jardín urbano.
Sin embargo, por revolucionario que pueda parecer, en realidad el parque es más el fruto de una observación paciente que el de una gran idea. Algunas líneas del ferrocarril central de la ciudad llevaban cerradas desde 1980 cuando un grupo de arquitectos, activistas y ciudadanos descubrieron que las antiguas vías ya habían sido reconquistadas por la naturaleza. Esa constatación les dio la idea de crear un espacio verde icónico, una especie de eco de lo que en realidad había sucedido, que se extendiera desde la calla Gansevoort hasta la calle 30.
Se trata de un sendero de hormigón con planteles de arbustos, hierbas y flores inspirado en el propio abandono del lugar y la propia reconquista de la vegetación superviviente. Así, las plantas elegidas fueron especies capaces de sobrevivir con muy poco riego, árboles de hoja perenne y, por lo tanto, vegetación que requiriese poco mantenimiento. Los paisajistas y arquitectos Piet Oudolf, James Corner y Diller Scofidio y Renfro, eligieron también arbustos y hierbas capaces de convivir con la falta de medios.
Así, estética y pragmatismo se dan la mano en un jardín que es también un mirador, un aviso y una advertencia. El mirador lanza los ojos del paseante desde las alturas y ofrece contemplar un barrio de Manhattan. El aviso invita a no despreciar espacios públicos, a buscarlos donde parecía no haberlos y a prestar atención a la inercia de la reconquista natural de la vegetación incluso en islas de asfalto como Manhattan. La advertencia, finalmente, recuerda a los ciudadanos que la ciudad que obtengan y disfruten será, en gran medida, la ciudad por la que ellos estén dispuestos a trabajar, a dar ideas y a luchar. Incluso las junglas de hormigón pueden domesticarse con un jardín superviviente.
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