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Tribuna
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Desafío secesionista y justicia constitucional

No debería pedirse al Tribunal que realice el trabajo del Gobierno e indique medidas de intervención

Javier García Roca

Las instituciones de garantía son frágiles y los órganos representativos no deben exponerlas a riesgos innecesarios. Nuestro Tribunal Constitucional (TC) tiene un sólido prestigio, pero salió dañado tras el control del Estatuto de Cataluña: un intenso conflicto que debieron resolver las Cortes. Magistrados prorrogados. Recusaciones abusivas. Una sentencia de un colegio dividido que se pronunció donde el pueblo catalán ya lo había hecho. No es fácil levantarse de un conflicto así, pero sólo los bárbaros no aprenden de los errores. Sorprendentemente, recuperar la excelencia de los magistrados y el consenso en su selección sigue sin estar en la agenda, y ahora llega una reforma problemática.

Una proposición de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para la ejecución de sus resoluciones. La idea parece buena, pero no lo es. Veámoslo con distanciamiento. La forma de su presentación dista de ser óptima. Sobreviene en plena campaña electoral en Cataluña. Bajo la iniciativa de un único grupo parlamentario y, sobre todo, sin consultar al propio Tribunal Constitucional, según es ya una tradición con el fin de aprovechar su experiencia.

Tampoco es razonable su tramitación, corriendo en lectura única y por el procedimiento de urgencia en paralelo con las elecciones catalanas. En la legislatura anterior, cuando se llevó a cabo la reforma del artículo 135 de la Constitución española sobre la estabilidad presupuestaria, ya advertí que las normas del bloque de la constitucionalidad no deben modificarse con urgencia por su acusada estabilidad. Es una contradicción.

El Constitucional no fue consultado sobre la reforma de la ley que lo regula 

Se trata de garantizar la efectividad de las resoluciones y —se dice— de “adaptarse a las nuevas situaciones”: el desafío secesionista en Cataluña impulsado por unas fuerzas políticas que no se detienen ante las leyes y normas constitucionales. Los nuevos instrumentos de ejecución que pretenden introducirse son un trasunto de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa. Sólo que la jurisdicción constitucional y la contenciosa tienen naturalezas distintas. No es lo mismo dar instrucciones a una Administración pública, sometida en sus fines a las leyes, que a un Parlamento o un Gobierno representativos. Los cuerpos del trasplante no son homogéneos. Es difícil creer que a los grandes juristas que redactaron la ley orgánica en 1979 no se les ocurriera esta idea, pero la desecharon. Se diseña un incidente que permite, en caso de incumplimiento, imponer multas, suspender a las autoridades y empleados públicos, y, en especial, “requerir la colaboración del Gobierno” para que adopte “las medidas necesarias para asegurar el cumplimiento”; y, en “circunstancias de especial trascendencia constitucional”, puede hacerse sin dar audiencia a las partes.

¿Qué decir? Algunas de las novedades ya están en la ley y otras son problemáticas o simplemente ineficientes. Pretende solventarse el desafío por un camino inadecuado. Un incidente de ejecución de sentencias en vez de asumir el Gobierno sus responsabilidades. ¿Van unas multas a ser disuasorias? ¿Puede el Tribunal Constitucional suspender a un cargo público representativo o es una decisión de otros tribunales? Todo ello puede además ocasionar problemas en supuestos normales, pues se introduce una regulación general.

La Constitución diseña un doble sistema de controles. Unos ordinarios (artículo 153 de la Constitución) sobre los actos de las Comunidades Autónomas y a cargo de tribunales. Otros extraordinarios y políticos sobre los órganos (artículo 155 de la Constitución), cuando se “atente gravemente contra el interés general” de España: la llamada intervención federal o coacción estatal. ¿Cuál les parece que debería activarse si se produjera una declaración unilateral de independencia por poderes públicos o privados?

No es lo mismo dar instrucciones a una Administración que a un Parlamento o un Gobierno representativos

Este control excepcional ya fue aplicado el 6 de octubre de 1934. Pero no conviene llegar ahí. La vía debe venir limitada por la excepcionalidad de la amenaza, por la proporcionalidad en las medidas, y por la autorización del Senado. La proposición, sin embargo, intenta tender un puente entre controles jurídicos y políticos, entre las aguas del Gobierno y las funciones del TC, y ese es su error. Si el Gobierno pretendiera ampararse en el Constitucional, este planteamiento elusivo solo llevará a destrozar el paraguas. Quizás las elecciones solucionen este serio enfrentamiento político, pero no debería pedirse a un tribunal que realice el trabajo del Gobierno e indique medidas de intervención.

La transacción y el diálogo —estos sí, urgentes— son la mejor manera de evitar controles a los que ningún Estado puede renunciar cuando se incumple gravemente la Constitución. El TC ya ha advertido que ni el “derecho a decidir” ni el derecho a la autodeterminación aparecen reconocidos en la Constitución, pero pueden ser “una aspiración política”, a la que sólo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad. Legalidad y diálogo, sin rigideces. Ya nos lo enseñó Espriu en La pell de Brau: "Recorda sempre això, Sepharad. Fes que siguin segurs els ponts del diàleg".

Javier García Roca es catedrático de Derecho Constitucional.

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