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Héroes del verano

Obra de Mathew McFarren que se utilizó en el cartel de la edición de 2006 del Shakespeare Festival de Colorado. Fue en verano y las entradas volaron.
Obra de Mathew McFarren que se utilizó en el cartel de la edición de 2006 del Shakespeare Festival de Colorado. Fue en verano y las entradas volaron.Mathew McFarren

El verano es época propicia a espectáculos y festivales. Para el común de los mortales, los cines ofrecen aire acondicionado y películas de acción y efectos especiales, con superhéroes fornidos y dubitativos y malvados igual de fornidos pero con las ideas claras y una marcada propensión a la carcajada siniestra. Para los más finolis, tórridos anfiteatros, plazas y corralas programan obras de Shakespeare a barullo. Algunos aprovechamos las dos ofertas con el mismo gusto. Al finalizar la temporada, bajo el sobrio influjo del otoño, llego a conclusión de que entre las películas de baja estofa y las tragedias shakesperianas no hay más diferencia que los diálogos, aquí de gran densidad poética y allá perfectamente vacíos de significado.

La trama, por el contrario, es muy similar. Seguramente Shakespeare no tenía una sólida cultura clásica y no estaba familiarizado con la tragedia griega y eso le permitió saltarse el canon. Nada más creativo que la unión de la ignorancia y el talento. En la tragedia griega los protagonistas decidían poco o nada: los dioses lo hacían por ellos y a los humanos sólo les quedaba cumplir dignamente su destino. Lo que les pasaba era horrible, pero el espectador no lo veía. En la tragedia griega, un tercero cuenta lo sucedido y los demás, a coro o de uno en uno, lo escuchan, lo lamentan, tratan de comprender su significado y, en cualquier caso, lo aceptan.

Llega Shakespeare e invierte las reglas del juego. No hay dioses ni el destino está escrito; cada uno hace lo que le sale de las narices; el resultado es el mismo, pero más divertido. Por ambición, por resentimiento, por envidia, por orgullo, siempre por error de cálculo, personas que podrían vivir la mar de bien se meten en líos y acaban organizando una escabechina de la que ellas mismas son víctimas. Al final, poca reflexión se puede hacer: se lo han buscado. Lo importante no es la enseñanza ni el aprendizaje de la vida o la visión del cosmos como un todo ordenado. Lo que pasa, pasa, y no hay más que hablar.

En consecuencia, todo ha de ocurrir a la vista del espectador, en especial la violencia. La esencia de las obras de Shakespeare es puro terrorismo: apuñalamientos, envenenamientos, estrangulamientos, mutilaciones, torturas y suicidios. Todo por motivos generalmente banales, cuando no incomprensibles. Cuando no hay destino, hay sinsentido. Los seres humanos son héroes motivados por un engaño o una pulsión infantil. Se enfrentan a fantasmas que sólo existen en su cabeza pero que, a fuerza de invocarlos, acaban formando parte de la realidad. Los superhéroes del cine de verano no son leídos y no saben quién era Shakespeare, si bien a veces lo citan por exigencias del guion. Pero aunque lo supieran, se enfadarían si les dijeran que ellos están siguiendo el patrón que Shakespeare les marcó hace quinientos años. Se creen más antiguos o más modernos o las dos cosas. A nadie le gusta que le daten, como si fuera un pecio.

Hay diferencias, claro, pero sólo de detalle o de época: los personajes de Shakespeare son reyes o nobles por la gracia de Dios y eso les permite actuar a su antojo. Los superhéroes modernos no están por encima de las leyes humanas, pero sí de las leyes de la física: un privilegio raro, a veces congénito y a veces adquirido por accidente, que les permite volar, levantar un autobús con una mano, desplazar objetos con el pensamiento. A unos y otros les pierde la superioridad.

Los personajes de Shakespeare acaban mal y los superhéroes acaban bien, pero hacen el ridículo de la peor manera, sobre todo a la hora de exponer sus motivaciones y de elegir el vestuario. Nada de eso importa. No acudimos a ellos para extraer lecciones, ni ellos pretenden dárnoslas. Sobre todo los superhéroes, que a duras penas se enteran de lo que están haciendo, y menos del por qué.Son refrescos de verano y con las primeras brisas del otoño vuelven a su tranquilo lugar de residencia: una biblioteca polvorienta o los confusos estantes del videoclub.

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