Todo excluido
Decidí cogerme un todo incluido en un cinco estrellas del Caribe y que allí me las dieran todas
Este año no estaba para filigranas, así que decidí cogerme un todo incluido en un cinco estrellas del Caribe y que allí me las dieran todas. Total, salía más barato que quedarse en casa tirando de tarjeta.
La cosa empezó sin novedad ninguna: la tiritona de las horas de espera bajo el aire helado del aeropuerto y el ardor de esófago del rancho del chárter de batalla. Los contratiempos empezaron al pisar tierra. Dime tú qué otra cosa sino la fatalidad del destino es que una invasión de sargazo desluzca el turquesa de la playa del folleto, pese a que el asunto lleve meses en los diarios locales. Que diluvie a ánforas justo el día de la excursión a Chichén Itzá, aunque agosto sea temporada de lluvias desde que el trópico es trópico. Que haga un calor de horno y haya bichos como diplodocus en un hotel más grande que un pueblo de Soria ganado a machete a la selva. Pura mala suerte.
Así que allí estábamos todos. Turistas de medio pelo de todo el globo poniéndonos hasta el píloro con las 14 clases de quesos del bufet y los margaritas helados del bar de la piscina mientras los camareros mayas les cantaban las mañanitas a los osos albinos y a sus oseznos con la esperanza de que les cayeran unos pesos con los que redondear el sueldo. Sí. Ya sé que es su modo de vida. Que sin las hordas de bárbaros que llegan cada siete noches, nueve días, estarían papando los mismos mosquitos como Airbus 300 que brean a los gringos por mucho repelente que se unten. Que lo que puede parecer colonialismo 3.0 no es más que la ley de la oferta y la demanda. Pero, no sé. Me siento estafada. Voy a poner una reclamación a la agencia. La mala conciencia no estaba incluida en el paquete Caribe Mix 2015 que me vendieron. Y una ciudadana europea tiene sus derechos.
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