No te suelto
Amparo Fernández, la mujer del Cigala, murió una madrugada de agosto pasado. La noche siguente él subió a un escenario

“¿Ya está, ya pasó?”, preguntó mi madre. “Sí, mi amor, ya está, ya pasó”, dijo mi padre, y sonrió y le dio un beso en la frente. Mi madre, todavía atontada por la anestesia de una operación que no había servido para nada, no sonrió pero dijo, con alivio, “Gracias a Dios”. Yo estaba allí. Yo vi esa bestialidad. Yo sabía que a Dios no había que agradecerle nada porque la enfermedad iba a enterrar a mi madre a puñetazos en un cuarto de hospital del que no volvería a salir nunca, y me pregunté entonces, y me pregunto ahora, qué clase de hombre hay que ser para ser el hombre que fue mi padre aquella tarde: un hombre que, mirando la soledad de miedo que empezaba a abrirse bajo sus pies, parado al borde de la última ceja del abismo, se tragaba su horror y decía: “Aquí estoy: yo no te suelto”. ¿A qué dioses se habrá encomendado para no aullar, para no moler a golpes el cuarto, el hospital, el mundo, mientras el cuerpo de mi madre marchaba seguro hacia la muerte? ¿Qué clase de columna es esta, dirán, después de un mes de ausencia? ¿Qué clase de regreso atroz de estas dilatadas vacaciones? La única que puedo escribir desde que supe que Amparo Fernández, la mujer del Cigala, el cantante flamenco, murió de cáncer una madrugada de agosto pasado en República Dominicana y que la noche siguiente él, el Cigala, subió a un escenario de la ciudad de Los Ángeles para hacer una presentación que tenía programada y, con los ojos revueltos de dolor y sangre, con traje de luto planchado por su propio hijo, enredado en los primeros crespones de la muerte, cantó. Cantó como quien dice “Aquí estoy: yo no te suelto”. ¿Qué hay que ser para ser un hombre así? Porque yo quiero ser ese hombre. Yo quiero, todo para mí, ese coraje.
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