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MIRADOR
Columna
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Querer olvidar

Los crímenes de Puerto Hurraco lo tenían todo para invocar a Shakespeare: familias enfrentadas y sed de venganza

Javier Rodríguez Marcos

Existe un nacionalismo al revés que consiste no en enorgullecerse de las grandezas de nuestros antepasados, sino en avergonzarse de sus miserias. Lo primero produce complejo de superioridad y es capaz de traducir en privilegios fiscales una leyenda medieval. Lo segundo, mucho menos romántico, abre los libros de historia con el día en que llegó a las casas el agua corriente. Como todas las glorias y culpas colectivas, los dos carecen de fundamento, pero ambos requieren cierta militancia: para inventar recuerdos o para borrarlos.

Si el complejo de superioridad no descansa, el de inferioridad se manifiesta sobre todo cuando alguien menciona que en un tiempo el agua se sacaba del pozo o que a un vecino se le cruzaron los cables y tiró de escopeta. “Queremos olvidar” fue la frase más oída en Puerto Hurraco el miércoles pasado. Se cumplían 25 años de la matanza perpetrada por los Izquierdo y el día se pasó entre testimonios de los que estaban allí hace un cuarto de siglo. Visto ahora, el despliegue de 1990 parece desmesurado, pero pensemos que a la altura del 26 de agosto el Mundial de Italia ya había terminado (ganó Alemania) y la invasión de Kuwait parecía enquistada. Las cadenas privadas de televisión, con apenas unos meses de vida, se enfrentaban a su primer verano vacío de noticias y aquellos crímenes lo tenían todo para invocar a Shakespeare: familias enfrentadas y sed de venganza. El lugar de los crímenes, una alquería de Badajoz, permitía además adornar cada crónica con sintagmas incoloros como España negra y España profunda.

Fue entonces cuando apareció el nacionalismo al revés. Se acusó a los periodistas de morbosos y a Carlos Saura, que luego haría un filme, de paparazi. ¿A nadie interesaba la Extremadura próspera? La verdad es que no: hace tiempo que el agua corriente dejó de ser noticia. Lo curioso no era la crítica, fundamentada, al amarillismo de ciertos medios, sino la apelación constante a la modernidad. Como si los supervivientes, dándose por aludidos, en el fondo se sintieran cómplices. El mecanismo es viejo. Como cómplices de su propia pobreza, y no como víctimas, se comportaron durante años los habitantes de Las Hurdes cada vez que un turista preguntaba en un pueblo por los escenarios de Tierra sin pan, el documental que Luis Buñuel rodó allí en 1933. El Gobierno republicano prohibió la película; los hurdanos se la prohibieron a sí mismos. Preferían recordar la visita de Alfonso XIII. Viva mi dueño. Las Hurdes de Buñuel ya no existen. El paisaje sigue siendo maravilloso en Extremadura, pero eso no es mérito de sus habitantes. Tampoco eran culpa suya la enfermedad y el hambre que quieren olvidar.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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