En defensa del ‘selfie’
He comparado las fotos del álbum familiar con las que me hago ahora en Instagram y os juro que no hay color
Es una verdad incontestable: los abuelos no se hacen selfies. Y no es sólo que no sepan manejar el móvil. Eso es normal. Aún no habían aprendido a darle a los botones cuando desaparecieron. La pantalla táctil les pilló dándole tres veces a la A para poner una C. ¡Eso no se le hace a gente que pasó una guerra! Los viejos no se hacen selfies por el mismo motivo por el que los jóvenes no dan de comer a las palomas: no le ven la gracia.
Para alguien mayor una foto es una actividad grupal: escoger al que la hará, discutir con el que no quiere salir (que no, que no insistáis leñe), colocarse por alturas, soltar el grito de rigor si el flash salta antes de que la Reme —que todos sabemos lo presumida que es la Reme— se atuse el pelo…
Una pequeña verbena de risas, jolgorio y copitas de anís. En cambio, para los jóvenes una foto es algo serio. Un acto de autoafirmación. Sereno, circunspecto, seductor, el joven coloca el móvil a un brazo de distancia y mira al infinito como diciendo: molo. Es un placer solitario. Una paja con filtro. No sé a vosotros, pero a mí me parece bien. Será que estoy más cerca de estos que de aquellos, pero yo he comparado las fotos del álbum familiar con las que me hago ahora en Instagram y os juro que no hay color.
¿Qué me importa que me acusen de postureo si en unas salgo como un modelo de calzoncillos y en las otras parezco el niño gordo de la familia Adams? ¡Viva el selfie y viva el filtro Valencia! ¡Abajo mi madre con su puntillo de cava y su cámara Kodak! Y lo mismo opino de las redes sociales. He llegado a leer que separan a las parejas porque fomentan los silencios. No tienen ni idea. Lo que separa a las parejas son los gritos. Y el aburrimiento. No hay nada más bonito que dos personas disfrutando a la vez, en silencio y por separado. En plan selfie.
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