¿Por qué nos cuesta tanto admitir que las vacaciones nos han salido mal?
Hay asuetos sosos, otros aburridos... Pero el fracaso vacacional es uno de los grandes tabúes de la sociedad de las redes sociales
Así como existe gente a la que no le gusta el queso o los Kinks, hay humanos a quienes no termina de agradarles esto de las vacaciones. Pero sería injusto calificar a quien no disfruta de sus vacaciones como alguien al que esto sucede porque no sabe organizarlas con un mínimo de sensatez. Lo que pasa hoy en día es que, sobre todo por culpa las redes sociales, nadie se atreve a confesar que su periodo vacacional dejó que desear. Hay que pasarlo bien por decreto, al menos, hasta que, como con ha sucedido con la noche de fin de año o las fiestas sorpresa, se imponga la cordura y alguien aparezca denunciando lo que realmente son: algo que sale más veces mal que bien. El miedo a fracasar en el ocio ha superado al miedo a fracasar en lo sentimental o lo profesional.
Las redes no son lo que eran
En los primeros tiempos del auge de las redes sociales, los medios se llenaron de artículos en los que se hablaba de exhibicionismo, de honestidad digital, de pornografía sentimental, de ensimismamiento… Eran piezas que trataban de describir a una generación nueva que narraba en directo sus experiencias en la red. Se trataba de una generación sentimental, algo disfuncional y soñadora, pero siempre sincera. Han pasado los años y las redes sociales ya no son el medio de expresión de una generación concreta. Lo son de todo el mundo. Y como todas las cosas que pertenecen a todos, ya no sirven para explicar con un mínimo de fiabilidad absolutamente nada.
Hay que pasarlo bien por decreto. El miedo a fracasar en el ocio ha superado el miedo a fracasar en lo sentimental o lo profesional
Ejemplo claro de esto son las cuentas de Instagram durante el periodo vacacional. Jóvenes y mayores, ricos y pobres, hombres y mujeres, parejas y amigos, vecinos y familiares, todos suben fotos con una intención similar: la de mostrar al mundo lo maravilloso que es su periodo vacacional. Además, gracias a los filtros y a la calidad de las cámaras de los nuevos smartphones, logran que una instantánea de una paella en un chiringuito de Gandía sea igual de atractiva que la de una playa paradisiaca en la Polinesia Francesa. Así, lo que antes era honestidad brutal, ahora es impostura global. Hoy las redes sociales representan aquella idea de nosotros mismos que hasta hace poco la empecinada realidad ha insistido en forzarnos a descartar. Y cuando estábamos a punto de rendirnos a la evidencia de que nuestra vida no era, ni iba a ser, perfecta, llegó la cámara del iPhone 6. Y luego el verano. Y aquí estamos, asistiendo a indiscriminados intercambios de me gustas entre la foto del desayuno perfecto en la terraza de la casa alquilada en Cadaqués de nuestra primo con la de la puesta de sol en Formentera de nuestro compañero de trabajo. El primo y el compañero de trabajo solo han sido presentados a través de tu cuenta de Instagram, pero ya se caen bien y, sobre todo, ya les gusta mucho lo que hace el otro. Casi tanto como lo que hacen ellos mismos.
Durante las vacaciones, la redes sociales se convierten en un lugar en el que todo es perfecto. Le damos una tregua (merecida, tal vez) a la sinceridad, que es sustituida por una silenciosa competitividad por quien se lo está pasando mejor. Hasta septiembre no se bloquea a nadie, no sea que vaya a perderse esa genial instantánea de nuestros pies bañados por el agua del Pacífico que acabamos de subir usando el poco wifi que se pilla en esta remota playa que aparece en 50 guías como el lugar al que ir si se quiere evitar cruzarse con otros turistas.
Lo cierto es que las vacaciones, como el sexo, rara vez están a la altura de nuestras expectativas
Lo cierto es que las vacaciones, como el sexo, rara vez están a la altura de nuestras expectativas. El problema actual se agrava debido a que, además de tratar de colmar las nuestras, deben también satisfacer las de nuestros seguidores en Pinterest, Facebook, Twitter e Instagram. Antes, el humano se conectaba para ver qué iba a hacer con sus días de fiesta. Compraba billetes supuestamente baratos, leía maledicentes críticas de hoteles en alguna web, consultaba compulsivamente el cambio de moneda… Ahora lo hace para ver qué hacen los demás en los suyos. Y resulta que todos se lo están pasando la mar de bien. Ni una mísera insolación, ni un paupérrimo robo en un aeropuerto que echarse a la boca.
Los turistas nada accidentales
Todo esto tiene que ver también con la obsesión por el asueto, por el ocio, por los días libres. O el capitalismo hace algo al respecto de todo esto, o se va al carajo. Veamos. Una vez terminado el periodo navideño, en ascensores, corrillos de fumadores, tertulias de baño, cañas post jornada laboral y vueltas a casa en metro, empieza a florecer una especie estacional de hoja caduca formada por personas que antes de terminarse las rebajas de invierno ya están discutiendo sobre qué días de vacaciones cogerán en verano, adónde irán, con quién. Son los mismos que tras dos semanas con una pareja ya compran las entradas para un concierto de U2 que sucederá a nueves meses vista. En fin, que estos humanos, antes de que febrero diga hola ya están repartiéndose el verano, como en Yalta se repartieron el mundo tras la II Guerra Mundial. Miran los calendarios en sus móviles, discuten sobre quién tiene prioridad en la primera semana de agosto y reciben lecciones de organización vacacional por parte del que se las coge en octubre. Este siempre gusta de jactarse de ser el más listo, porque en ese mes todo es más barato y no hay turistas. Característica clave de esta especie es que sus miembros piensan durante todo el año en el momento en que se convertirán enturistas, pero, como lo hipsters, jamás aceptarán su condición.
Si alguien le dice que ya ha vuelto de vacaciones, el oficinista medio responderá: ‘Qué pena’. Si alguien le dice que le falta un mes para irse, le dirá, afligido: ‘Qué pena’
Una vez llegado el periodo estival propiamente dicho, con su canícula, sus voraces mosquitos y sus vagones de metro sin aire acondicionado, el profesional del disfrute vacacional aumenta la intensidad de sus comentarios al respecto de su inminente partida hacia un lugar que solo puede calificarse como ideal. Si alguien le dice que ya ha vuelto de vacaciones, responderá: ‘Qué pena’. Si alguien le dice que le falta un mes para irse, le dirá, afligido: ‘Qué pena’. Todo lo que no quepa dentro de sus dos semanas lejos del trabajo dará mucha lástima. Y no vamos a ser nosotros quienes reivindiquemos que el trabajo dignifica, pero no creemos que sea muy sano explicitar de forma tan obvia que odias una actividad que consume, al menos, un tercio de tu día. Trabajar es un asco, y lo peor es trabajar en algo que te gusta, pues es la forma más infalible de lograr que esa cosa deje de gustarte.
Solo hay una cosa peor que el trabajo: las vacaciones. Y solo hay una cosa peor que las vacaciones: la gente que va de vacaciones. Eso sí, todo esto tiene un lado positivo: te ahorras la sesión en diapositivas en septiembre dedicadas al viaje del vecino a Egipto. Ahora ya lo viste todo antes en su Instagram. Y te gustó. Mucho.
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