La diva y la sandía
Antes adoraba avistar famosos, ahora son solo otro humano que se interpone en tu camino
El otro día fui al supermercado. Resultó una experiencia tan interesante que creo que voy a repetir. Como no tengo práctica, compré raro: café soluble, cerveza y agua con gas. Se me olvidaron los sólidos. Y también coger un carrito. A los que no tenemos carné de conducir ni hipoteca ni pareja el carrito nos sirve para fantasear con que llevamos las riendas de nuestro destino entre lineales llenos de cajas de cereales. En fin, que me acerqué a la caja con la intención de confirmar la recuperación de la economía española gracias al repunte del consumo interno. Me aproximé por la zona de los licores. Por el área de los productos de limpieza, una mujer rubia emprendía el mismo camino. Tenía preferencia, pero ella aceleró y dejó una enorme sandía sobre el mostrador. Abrió el monedero y empezó a sacar monedas con exasperante parsimonia. Como yo no llevaba carrito, sostenía el agua con gas con la axila, presionaba las cervezas contra el esternón y trataba de abarcar con mi boca la circunferencia del bote de café. Mientras, con la mano libre, aquella que tantas alegrías me dio en las solitarias noches de pubertad, buscaba la cartera. La mujer se giró y me miró con deliciosa indiferencia. Era Christina Rosenvinge. Un mito erótico de mi adolescencia, un referente de mi juvenil educación musical, una rubia a la que, en mi madurez, iba a dar un latazo en la cabeza si no pagaba la sandía de una maldita vez. Terminó, cogió la fruta y partió feliz —bueno, todo lo feliz que esta mujer puede parecer—, bella, grácil e indie.
Al llegar a casa recordé mis primeras visitas a Madrid. Adoraba avistar famosos. Un actor de Al salir de Clase. Una concursante de OT. Todo era emocionante. Ahora vivo aquí, en Madrid (¡siempre quise decir eso!), y una diva se convierte por obra y arte de una estúpida sandía en otro humano que se interpone en tu camino hacia la felicidad. Así es al gran ciudad: lo que antes era emocionante, pronto se torna exasperante. Así es la vida: lo que pierdes en candor, lo ganas en rencor.
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