Modelo de libertad
Hace diez años se aprobó la ley que permitía el matrimonio homosexual, que fue contestada con furor por los sectores más reaccionarios
En la campaña de las elecciones gallegas que se celebraron en junio de 2005, Manuel Fraga pedía a sus electores que votaran al PP para frenar así “determinadas leyes asquerosas”. Se refería a la modificación del Código Civil que permitía el matrimonio homosexual y que estaba siendo aprobada en esos días por el Parlamento español.
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De esa ley asquerosa se habló incansablemente en periódicos, en radios y en televisiones. España, como acostumbra, volvió a dividirse en mitades enardecidas que revivían sus dos almas clásicas: el alma laica, progresista y liberal —encarnada para la ocasión en el presidente Zapatero y en el recién desaparecido Pedro Zerolo—, que exigía la aprobación de la ley para dar derecho de ciudadanía en pie de igualdad a los homosexuales; y el alma beata y tradicionalista, que presagiaba el apocalipsis y el triunfo del Reino de Sodoma si la norma llegaba a ser proclamada.
Esta última España de charanga y sacristía anunciaba las siete plagas bíblicas, como yo mismo recapitulé en este periódico hace diez años: disminuiría la natalidad; se abriría la puerta a la regulación de la poligamia y de la zoofilia; los niños adoptados por gays sufrirían humillaciones y traumas (una “violencia moral”, dijo el cardenal López Trujillo); y los heterosexuales dejarían de casarse porque el matrimonio sería, como la falsa moneda, un contrato sin valor y sin sentido. Todos los mensajes aterradores se resumían en uno, repetido goebbelianamente: la reforma sólo perseguía destruir la familia. El Vaticano calificó la ley de “aberrante y contra natura”.
El Partido Popular, que desde hace décadas reclama para sí la centralidad del mapa político y la moderación, estuvo a la altura de esta algarabía retrógrada y apostólica. Llevó al Parlamento en calidad de experto a un psicólogo tridentino —el famoso Aquilino Polaino— que aseguró entre otras lindezas que la homosexualidad está llena de “trastornos” y que sus causas son “un padre hostil, violento, alcohólico o distante; una madre sobreprotectora, fría, necesitada de afecto”. Ana Botella, en memorable intervención, afirmó que casar a personas del mismo sexo era “tan imposible como sumar peras y manzanas”. La cúpula del partido secundó e incitó la manifestación madrileña contra la reforma legal. Los alcaldes —con el inefable León de la Riva a la cabeza— anunciaron que ejercerían la objeción de conciencia para no cumplir la ley. La portavoz popular acusó al Gobierno durante el debate parlamentario de hacer “un ejercicio de radicalismo intransigente y sectario”. Y, por fin, el partido recurrió la norma ante el Tribunal Constitucional.
La familia no sólo no se ha destruido, sino que está más asentada que nunca en todas las esquinas de la sociedad
Hoy, una década después, puede hacerse balance. Según un estudio realizado el año pasado, España es el país del mundo más tolerante con la homosexualidad, y se ha convertido para muchos otros países en modelo de libertad. La familia no sólo no se ha destruido, sino que está más asentada que nunca en todas las esquinas de la sociedad. Las tasas de matrimonios heterosexuales mantuvieron la tendencia estadística vacilante que tenían ya desde el año 2000, quebrándose sólo en 2009 por la crisis económica, no por la crisis moral. Y aunque sea pronto aún para hacer análisis de los resultados de las adopciones, no parece que haya ni un solo ejemplo reprobable o dudoso. Ninguna de las profecías hechas por los vociferantes se ha cumplido.
Siempre es así. Ya pasó antes con la ley del divorcio y con las leyes de interrupción del embarazo (la de 1985 y la de 2010, que ha servido, en contra de lo augurado, para disminuir el número de abortos en los siguientes años). Sería bueno que aquellos que se equivocaron entonces pidan hoy disculpas o reconozcan que su objetivo no era proteger la familia, sino imponer su ideología de catequesis.
La discutida superioridad moral de la izquierda no desaparecerá mientras este comportamiento reaccionario, rancio y poco compasivo de la derecha política se mantenga. Fernando Ónega escribió hace justo diez años que “algún día, cuando una boda de homosexuales sea un hecho normal, ese Rodríguez Zapatero que hoy es un villano que destroza los pilares de la familia, se alzará como un héroe que desafió a la Iglesia, a las costumbres y a los valores tradicionales”. Ese día ha llegado, y España, como anunció entonces el presidente del Gobierno en su discurso, es un país más justo y más decente. Un país por el que sentir orgullo.
Luisgé Martín es escritor.
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