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MIRADOR
Columna
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Banderas

Uno sale a la calle o pone la televisión y enseguida le asaltan cientos de trapos de colores que antes no se veían

Julio Llamazares

Con las banderas me pasa como con los himnos: cuantas menos veo ondear más relajado me siento.

 El problema es que últimamente España se ha llenado de banderas, ya sea la nacional en sus distintas versiones: oficial, franquista o republicana, ya sean las de las autonomías, que son tantas como regiones, llámense así o como se las llame, componen este país de países que no acaba de ser una cosa ni la otra. El caso es que uno sale a la calle o —sin salir a la calle— pone la televisión y enseguida le asaltan cientos de trapos de colores que antes no se veían, al menos en tanto número. Si es en Madrid, la bandera española le asaltará cada poco flameando sobre los edificios públicos o colgando de los retrovisores de los coches (o abrazando los collares de los perros, como Pecas, el chucho de Esperanza Aguirre, que se siente tan español como ella, parece ser), y si es en Barcelona, la senyera, estelada o no, le acompañará por toda la ciudad desde unos balcones en los que hasta hace solo unos años los vecinos cultivaban flores. En Málaga o en Sevilla, la enseña rojigualda, siempre con ese aroma a pasodoble taurino y a cartel de “todo por la patria” o estanco de la posguerra, le saludará entrelazada con la verdiblanca de Andalucía, que algunos creen es la del Betis, mientras que en el País Vasco la ikurriña le acompañará allí a donde vaya, hospitalaria o amenazante igual que las otras, dependiendo de los sentimientos y los prejuicios de cada cual. No hace falta que siga con la relación de banderas de todos los colores y con todos los escudos —incluso con varios diferentes según aquellas sean regionalistas o independentistas, apolíticas o mediopensionistas— que pueblan este país y que a veces se confunden en las celebraciones sociales y deportivas, cuando los jugadores del equipo nacional, por ejemplo, son de distintas regiones, cosa que suele ocurrir. En esas situaciones, a uno, que es de un lugar que no existe, le da siempre por pensar en qué pensarán los aficionados de los equipos contrarios al ver tanta bandera diferente, a veces en ausencia de la que ellos identifican con España, como los españoles identificamos las de los demás países.

Y en esto llega el líder del Partido Socialista y comparece ante sus seguidores sobre el fondo de una bandera española que ya quisieran, por su tamaño, el del Partido Popular o —cambiada la disposición y el número de las bandas (los colores son los mismos, ya es putada)— el presidente de Cataluña en sus comparecencias. Desde ese día, todos los tertulianos discuten sobre ese tema demostrándole al mundo una vez más, aparte de nuestro apasionamiento, que España es un fracaso como nación.

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