Reales bodas
De vez en cuando, un enlace por la tele (o por WhatsApp) desde el salón de casa, con unas palomitas y las pantuflas puestas, es un planazo. A cuerpo de rey
Bodas, bodas, más bodas. Todo el mundo tiene una, o dos. Bodas al fresco, en pleno agosto, a las once de la mañana y las nueve de la noche, que ocupan todo el fin de semana, o escuetitas y tempraneras un jueves. Aquí una tiene cuatro en seis semanas, un maratón que espero no perderme, mal que se resientan el presupuesto y los pies. Felipe y Letizia tienen una este sábado. Pero van a pasar.
Demasiadas sonrisas de compromiso, tanto traje que llevar al tinte, muchas horas de tacones para una cosita así. Al altar llega Carlos Felipe, hijo de Carlos y Silvia de Suecia. El mediano (con Victoria por delante y Magdalena por detrás) de los hijos de los reyes nórdicos —borren de su cabeza a Thor, estos martillean más bien a golpe de chequera y de escándalo— sería el heredero al trono si allí primara el varón sobre la mujer, que de hecho primó durante unos meses hasta que se cambió la ley. Pero ellos, nórdicos modernos y avanzados —aquí sí pueden pensar en Ikea—, por suerte dejaron heredar el trono a su hermana mayor. Más que por suerte, por pura lógica.
El caso es que el chico es más de fiestas ibicencas que de reuniones de jóvenes royals europeos. Y ella tampoco es una de esas aristócratas-princesitas ampliamente conocidas, pese a ese pasado estúpidamente turbio (¡fue camarera! ¡Hizo stripteases!) Y 2.500 kilómetros Madrid-Estocolmo, que se dice pronto, dan pereza. ¿A quién no le pasa? De vez en cuando, una boda por la tele (o por WhatsApp) desde el salón de casa, con unas palomitas y las pantuflas puestas, es un planazo. A cuerpo de rey.
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