La política de guardarropía
Las negociaciones bizantinas exigen sentido común: que pactar no sea dilación ni atasco
La política tiene líneas de sombra y tiempos específicos, por ser parte de la naturaleza humana. Para innovarla, los electores exigen, de forma muy diversa, transparencia y sincronía con el cambio social. Hecho el recuento, a veces constatamos ambivalencias y confusión entre el difuso voto de castigo y elegir Gobiernos que gobiernen. Tras las recientes elecciones municipales y autonómicas han predominado la confusión, el color y la algarabía de un mercado persa. El auge de la transacción al por menor parece imponerse a alternativas de gran política. Quizás el arte de la negociación deprecia su naturaleza ubicándose en la ambigüedad de las zonas limítrofes.
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Tras unos primeros acuerdos, seguimos con el movimiento de las piezas en un tablero tridimensional. Todas las piezas están sobre el tablero. La inercia impide una política que no sea someter a la jugada corta la heterogeneidad de los escaños distribuidos. Los Ayuntamientos y Gobiernos autónomos, ¿son parte de una estrategia de bien común en la que las alianzas y los pactos están concebidos para que la fragmentación sea gobernable? En tales casos, ¿con qué elementos se negocia y hasta qué punto lo más ambiguo que se vaya produciendo entre bastidores al final podría acabar siendo solución y no inestabilidad? En años de crisis consecutivas de gobierno, Romanones, experto en sinuosidades, dijo: “Nos repartimos las carteras como los chicos que se reparten las manzanas para una merienda”. Eran, claro, carteras ministeriales. Se da un paralelismo al convocar elecciones —como en Andalucía—, tener un resultado de compleja recomposición y al final ir postergando los pactos sin otra alternativa aparente que otra convocatoria, hasta un pacto que sobre el papel parece anteponer por una vez los problemas de Andalucía a las próximas generales. En realidad, los electores han votado con los criterios más dispares, pero no para que el Gobierno autónomo o municipal acabe siendo la antesala de unas elecciones generales en las que predomine la imprecisión del perfil resultante. Esa es una feudalización del tempo político.
En el chiquero de la política se mustian los valores de la inteligencia. Frente a las negociaciones tan bizantinas sería útil una defensa del sentido común. En fin, que pactar no sea dilación ni atasco. Por ejemplo, en 2010, las elecciones generales británicas hicieron necesaria una coalición para gobernar, la primera desde la II Guerra Mundial. En menos de una semana se fraguó una coalición entre conservadores y liberales demócratas. Sin embargo, en el caso andaluz, los acuerdos poselectorales regionales han tardado mes y medio. En las recientes elecciones británicas, los resultados fueron certificados a la mañana siguiente. Tuvo mayoría el primer ministro conservador, David Cameron, al mediodía salió de Downing Street hacia el palacio de Buckingham, la reina le confirmó y al poco estaba de regreso a su despacho. Son transiciones avaladas por un saber hacer institucional. Décadas antes, el conservador Edward Heath pierde las elecciones generales. La reina encarga formar Gobierno al laborista vencedor. El nuevo primer ministro entra por la puerta delantera de Downing Street mientras el piano del melómano Heath sale por la trasera.
Votamos para expresarnos y no para que los políticos se repartan los despojos
Evidentemente, los sistemas electorales son los que son; y sin mayorías absolutas o suficientes es obligado hacer muchos equilibrios. Con todo, la dilación en Andalucía ha sido un caso de política errónea per se. La tardanza en el acuerdo causa desaliento y perplejidad. Es cierto que, sin mayorías claras, es difícil administrar la relación entre los distintos bloques de votos, a menudo antagónicos; y es precisamente por eso que la política de marear la perdiz erosiona la voluntad política de una sociedad y su representación institucional.
En el caso de la cacofonía política en Cataluña, Artur Mas urde rescates de náufrago como proponer unas elecciones anticipadas que, no solo por el fiasco de su partido en las municipales, serían la nota de suicidio de Convergència. Votamos para expresarnos respecto a un conflicto, una idea, una ejecutoria o una ficción y no para que los políticos de guardarropía se repartan los despojos, mientras los conflictos se enquistan. Sí, hay resultados de arbitraje complicado; pero para eso está la política, para administrar la dispersión del voto, pactar con presteza y solvencia. En el tablero tridimensional de la España pos-24-M, en ocasiones habrá que conformarse con la política del mal menor. Pero atención a los zurcidos que se descosen cuando la realidad reaparece tras tanto canje.
Valentí Puig es escritor.
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