No precipitarse
Abordar cambios de normas electorales en año de votaciones desprestigia un debate importante
El seísmo político vivido durante los últimos años ha multiplicado las propuestas en cascada para cambiar la normativa electoral y atajar así —aunque no se reconozca expresamente— el empuje de las fuerzas emergentes y el problema de ingobernabilidad que plantea la escasa capacidad de la clase política para discutir y alcanzar pactos.
El fondo del problema es cambiar las reglas del juego para que sea posible encontrar una nueva estabilidad. Sin una normativa que elimine las candidaturas cerradas y bloqueadas, y las provincias como distritos donde se lleva a cabo el escrutinio de votos y la atribución de escaños; y sin normas que garanticen la democracia interna de los partidos y creen mecanismos profesionalizados contra la corrupción, algunas de las causas que han provocado la desconfianza ciudadana hacia el sistema político se mantendrán.
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Lo que no puede hacerse es cambiar las reglas del juego en pleno proceso de elecciones. Al PP le basta su mayoría absoluta para forzar cambios en la ley electoral general, pero políticamente sería insoportable hacerlo de ese modo. La mera posibilidad desprestigia un debate tan importante.
Otro problema es que las reformas de fondo necesitan un liderazgo. Parece improbable que el presidente del Gobierno acepte ese papel. Los dirigentes socialistas emiten señales confusas en esta materia. Y los partidos emergentes se oponen a todo cambio de reglas que, sospechan, sería negativo para sus proyectos de afirmarse en el tablero político.
Hay que frenar a los que, viéndose en riesgo de perder influencia, proponen con demasiada alegría la introducción de elementos propios de un sistema mayoritario en un procedimiento regido por la representación proporcional para las instituciones electivas (excepto el Senado). Hacia ese refuerzo de las mayorías apuntan las propuestas de designación directa de alcaldes, presidentes de autonomías e incluso del jefe del Gobierno estatal, o la sugerencia de apuntalar la escasez de votos con “primas de escaños”; o la doble vuelta electoral para decidir el ganador de unas elecciones, en caso de que ninguna opción consiga mayoría a la primera.
En todo caso, el desorden en la presentación de ideas y la parquedad de detalles con que han sido lanzadas obliga a aplazar el juicio sobre las pretensiones de sus autores hasta que hagan los deberes; es decir, que expliquen claramente lo que buscan. Lo honesto es que los partidos que quieran una reforma electoral la incluyan en sus programas.
La única solución razonable es celebrar todo el proceso de elecciones previsto para este año bajo las reglas existentes, aceptar las mayorías que se generen y trabajar los cambios de reglas a partir de ahí. Si los líderes actúan con inteligencia, de esta crisis debe salir el compromiso de reforma de las normas electorales y de la Constitución que las condiciona.
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