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Columna
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Cameron II, el inestable europeo

La negociación con Reino Unido, mal entendida por los ciudadanos de otros países, puede ser el último clavo en el ataúd de la idea europea

Soledad Gallego-Díaz

Lo más sorprendente del resultado de las elecciones británicas no es que los sondeos se equivocaran tanto. Lo más notable es que el segundo mandato de David Cameron no da paso, como algunos podrían pensar, a un gran periodo de estabilidad y continuidad, sino justo lo contrario: abre un periodo de gran inestabilidad en Reino Unido y en la Unión Europea.

La inseguridad gira en torno al referéndum prometido por Cameron sobre la permanencia en la Unión Europea; a los enormes esfuerzos que hará Londres para lograr que, antes de 2017, los restantes miembros de la UE acepten reformas en beneficio de la limitada visión europea británica; y, finalmente, a la posición de los nacionalistas escoceses, que han obtenido un gran éxito, y que pueden, incluso, negarse a que ese referéndum se celebre en Escocia.

Por encima de todo, la victoria de Cameron significa, una vez más, que Europa no va a poder dedicarse a debatir sus problemas económicos y de política exterior, sino que va a tener que concentrar sus esfuerzos en la batalla británica, un debate agotador que profundizará las diferencias entre el norte y el sur.

La City, el formidable entramado financiero, tiene una confianza ciega en su capacidad para terminar moviéndose en el mejor de los mundos: un Gobierno conservador y una UE que, para evitar el mal mayor del Brexit, se adapte a sus intereses, es decir, que actúe solo como un mercado único y en el que los países de la zona euro (a la que no pertenece Reino Unido) no se atrevan a tomar decisiones monetarias o financieras que puedan afectarle. Pero es un juego peligroso, porque, a la vista de los resultados del jueves, los antieuropeos (no solo el UKIP, que ha sacado casi 4 millones de votos, sino también los sectores anti-UE liberal, conservador e incluso laborista) supondrían una clara mayoría de 16 millones de partidarios de salir de Europa.

La primera cuestión es hasta qué punto la Unión estará dispuesta a jugar ese juego. Gran Bretaña no desempeña ya el fundamental papel político que tuvo en el siglo XX, como lo prueba que no estuviera presente en la crisis de Ucrania, protagonizada por Alemania y Francia, y el que Estados Unidos la observe con tan poca atención.

¿Qué hará la Unión Europea en esa negociación? Gran Bretaña asegura que quiere una Europa “más adaptable”, pero esa palabra no significa nada en política. Lo que Cameron quiere es que se reduzca la libertad de movimiento de personas, no de servicios ni del capital, por supuesto. Lo que Cameron quiere es que se recorten las competencias de la Comisión y que se limite el campo de las decisiones que puede tomar el Eurogrupo: “No permitiré que los países de la eurozona hagan las reglas”, prometió hace unos meses. “El statu quo no es una opción”, resumió.

Es verdad que los tratados no reconocen al Eurogrupo como fuente de decisión y que, para colmo, actúa de la manera más autoritaria posible, sin rendir cuentas a nadie. Pero lo que propone Cameron no es mejorar su funcionamiento, sino conceder a la City poder de veto sobre sus decisiones, algo todavía menos justificado.

¿Qué hará el Gobierno alemán, convertido en el gran líder de la UE? Ceder significativamente ante Reino Unido revolvería aún más las tripas de los países del sur sometidos a su dictak económico. “Arreglemos las cosas para que el referéndum británico tenga, finalmente, un resultado positivo”, pregonan muchos alemanes. ¿Eso suena bien cuando se aplica a Reino Unido y mal cuando se aplica a otros países? La negociación que se abre ahora, mal llevada y mal comprendida por los ciudadanos de otros países, puede significar un nuevo clavo en el ataúd de la idea europea. Es mejor una UE con los británicos dentro, aunque solo fuera por no pensar en una Europa en manos, una vez más, de Alemania, por un lado, y de Rusia, por el otro. Pero es mejor una Unión sin los británicos si el precio se lleva por delante las últimas briznas del espíritu con que nació esa Unión. solg@elpais.es

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