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Cómo Tommy Hilfiger vistió a América

Treinta años después de su mediático desembarco en Nueva York, el diseñador cuenta sus triunfos, sus fracasos y su futuro

Daniel García López
Tommy Hilfiger posa en sus oficinas de Londres para ICON en enero de este año
Tommy Hilfiger posa en sus oficinas de Londres para ICON en enero de este añoChus Antón

Hay cierto tipo de patriarca de la moda que viste de negro y tiene la epidermis en tensión, pero no es el caso de Tommy Hilfiger (Elmira, Nueva York, 1951). El norteamericano luce zapatos de hebilla, Levi’s planchados y camisa azul bajo un jersey burdeos. Clásico, pero no apolillado. Su cara conserva la misma jovialidad que, hace años, hizo que lo compararan, medio en broma medio en serio, con un miembro del equipo olímpico de gimnasia. Estamos en Londres y el diseñador se encuentra en la ciudad para asistir a la cena que suele ofrecer, cada temporada, durante los desfiles de hombre. “Siempre hemos hecho muy buen negocio aquí, así que venimos a brindar por ello”, explica antes de pedir un café solo a uno de los empleados de sus oficinas en Brompton Road, a un paso de Harrods.

Suena comprensiblemente satisfecho. Este 2015 Tommy Hilfiger, el hombre, celebra el trigésimo aniversario de la firma que fundó con la publicación su autobiografía el próximo otoño. Acaba de contratar a Rafa Nadal como imagen de sus líneas de sastrería y ropa interior. No es que sea una novedad desnudar a atletas o estrellas de pop, pero Hilfiger, el guardián del lado más limpio de la moda, lo hará a su manera: “No queremos arrojar sombras sobre Rafa. Nuestra marca no es oscura, ni sucia, ni abiertamente sexy. Somos sanos, luminosos, felices y vitales. Rafa es el tipo con quien querrías ver a tu hermana, no el tipo del que la querrías esconder”, añade entre risas.

Hay mucha rivalidad entre los diseñadores estadounidenses. A Ralph [Lauren] y a Calvin [Klein] les doy la mano pero mantengo las distancias

Su historia sería la de cualquier hombre hecho a sí mismo si solo hubiera construido un imperio de la nada. Pero se saltó todos los pasos intermedios e irrumpió en la escena de la moda estadounidense como un elefante en una cacharrería. Una mañana de 1985, Nueva York amaneció con un anuncio en Times Square que aseguraba que alguien llamado Tommy Hilfiger era uno de los cuatro diseñadores de ropa masculina más importantes del país, junto a los consagrados Ralph Lauren, Perry Ellis y Calvin Klein. Detrás de la campaña estaba el magnate textil Mohan Murjani (que invirtió 20 millones de dólares en el lanzamiento) y George Lois, creativo publicitario. Entre ambos tuvieron que convencer a Hilfiger para que se atreviera. “Me preocupaba. Era una forma muy ingeniosa de hacer que mi nombre, desconocido, se hiciera famoso de golpe, pero no quería que la gente se riera de mí”, admite.

Ninguno de los diseñadores aludidos respondió al órdago, pero la revista New York dedicó un artículo en 1986 a su desembarco. Se titulaba ¿Tommy quién-figer? y en él se sucedían, en un tobogán de declaraciones golosas, el orgullo gamberro de Lois (“esta es una campaña rompepelotas”), la indignación del estudioso de la moda Jack Hyde (“no he visto nada más grosero en mi vida”), la modestia del propio Tommy (“si hubiéramos fotografiado a a unos modelos guapísimos en la playa, entonces habríamos hecho lo mismo que los demás”), y la sensatez un diseñador veterano, Bill Blass, que no conocía ni a Hilfiger ni a sus creaciones, pero sabía que “con la promoción y el plan de marketing adecuados, no hay límites”. La clave, en realidad, estaba en las palabras de Joe Iacomo, jefe de compras de los almacenes Bloomingdales, cuyas cifras no entendían de escándalos: “Tommy tiene tanto éxito porque le da a sus clientes algo que pueden entender. Tradición con chispa. Cualquiera que tenga entre 16 y 65 años puede llevar su ropa”.

Cuando empezamos a abrir tiendas todo fue tan bien desde el principio que nunca pensé que pudiera cambiar. Empecé a descuidar el negocio y quebré

Para muchos, llegaba tarde. Hilfiger era diez años menor que Ralph Lauren, un hombre que ya había convertido su obsesión por el estilo de la élite protestante norteamericana en el pilar de su firma de moda, la última historia de éxito de la industria. Pero el recién llegado tenía la ventaja de poder aportar un versión sin fantasías del sueño americano. Él no había crecido en el Bronx, como Lauren (Lifshitz es su apellido real), sino en Elmira, una población a cinco horas de Nueva York que encarna el ideal costumbrista estadounidense. “Allí todo el mundo se conoce. Nadie cierra la puerta. Hay picnics en verano, deportes de instituto, se disfruta del aire libre… Es como una ilustración de Norman Rockwell”, recuerda Hilfiger, citando al artista que retrató la vida cotidiana de la Norteamérica de hace un siglo.

El escenario era tan pintoresco que el joven Thomas Jacob, segundo de los nueve hijos de Richard Hilfiger, joyero de profesión, y Virginia, enfermera, no tuvo que asistir a ninguna de las universidades de la vecina ciudad de Ithaca para adquirir el estilo de sus estudiantes. Allí compró, junto a sus amigos Larry Stemerman y John Allen, una remesa de pantalones de campana para revenderlos a sus conocidos, y poco después abrieron People’s Place, una tienda que llenaron con aquella ropa hippie que no encontraban en su ciudad natal: “Una experiencia, más que un negocio”, según declaró uno de sus entusiastas clientes a un periódico local. Los tres terminaron siendo dueños de una cadena de establecimientos. El más rebelde de los Hilfiger se convirtió en el primero en triunfar. Y, en la misma lógica, también en fracasar: “A los 23 años entré en bancarrota. Cuando empezamos a abrir tiendas todo fue tan bien desde el principio que nunca pensé que pudiera cambiar. Empecé a descuidar el negocio y quebré. Pero lo aprendí todo sobre pormenores legales, contabilidad, lenguaje jurídico, impuestos… Fue como hacer mi propio máster”.

Tommy Hilfiger en 1997, uno de los puntos álgidos de su carrera
Tommy Hilfiger en 1997, uno de los puntos álgidos de su carrera

Se mudó a Nueva York en 1979. Era una una época bastante salvaje. ¿También para usted?

Sí. Todo el mundo pasaba las noches en Studio 54. Nosotros éramos amigos de los dueños, Steve Rubell e Ian Schrager, así que íbamos con bastante frecuencia. La música disco, el punk, el arte… Todo pasaba en los clubes en ese momento.

Le dijo que no a Calvin Klein.

Antes de empezar mi marca, Calvin me ofreció un trabajo para diseñar su línea más joven. Y de hecho acepté, pero cuando conocí a Mohan Murjani dos días después, me dijo: “No lo hagas. Ven conmigo. Te financiaré, te apoyaré y montaremos Tommy Hilfiger”. Calvin era como una estrella de rock. Era más grande y mejor que Ralph. Más grande y mejor que Halston. Era el hombre en el Nueva York de esa época. Pero tuve que volver y declinar su oferta.

¿No había una vidente implicada en esta historia?

Hablé con una mujer y le conté que Calvin Klein quería contratarme, que estaba muy contento, y me dijo que no aceptara. Le pregunté por qué y me dijo: “Vendrá algo mejor muy pronto”. Pero no la creí.

¿Hay tanta rivalidad como parece entre los diseñadores norteamericanos?

Sí. No es que seamos desagradables entre nosotros, pero somos muy competitivos. Yo tengo buena relación con Diane von Furstenberg, Marc Jacobs, Donna Karan… Cuando me encuentro con Ralph o con Calvin nos damos la mano con educación, pero mantenemos las distancias.

Lo preppy puede ser rock and roll. Puede ser surfero. Y también puede ser sofisticado. Significa prendas clásicas norteamericanas. Pero nunca algo mediocre

Fuera como fuera su lanzamiento, ¿cómo era aquella primera colección de 1985?

Había pasado una temporada en el sur de California, donde imperaba una manera de vestir libre y playera que no había visto en ningún otro sitio. Cuando empezaba a diseñar mi marca saqué todos los básicos preppy de mi armario y descubrí que no quería ponerme nada de eso. Eran estrechos y convencionales. Así que produje una colección de prendas amplias y las lavé para quitarles la rigidez. Diseñé el logo [una bandera náutica blanca, roja y azul] y trabajé en los detalles inspirándome en la sastrería tradicional: ojales verdes, forros distintos en el cuello y en la cinturilla… En definitiva, rediseñé los clásicos.

Durante los años noventa, la comunidad hip hop se sumó a los blancos de clase media que formaban el grueso de la clientela de Tommy Hilfiger. A medida que el r&b se convertía en el sonido de la década y los pantalones caídos en su look por defecto, el neoyorquino se afianzó como el único diseñador capaz de atender las demandas del público burgués, de la élite del espectáculo (Aaliyah, Usher, David Bowie) y de los hijos adolescentes de todos ellos. En 1996 la empresa salió a bolsa, lanzó su primer perfume y celebró un memorable desfile en Londres donde el rapero Treach, del grupo Naughty by Nature, actuó junto a Kate Moss vestida de rojo, blanco y azul. Esos días, el propio Tommy confesaba a la revista The Face, divertido, que le habían llegado a parar por la calle para decirle, con cara de sorpresa: “¡Siempre había pensado que eras negro!”.

Vengo de orígenes humildes y doy gracias por lo que tengo. Pero lo he visto todo. He ido a todas las fiestas y he conocido a todos los famosos. No hay mucho que me pueda impresionar

La cuesta abajo también fue de vértigo. A principios de este siglo el mercado estaba saturado y los grandes almacenes citaban descensos en las ventas de la marca de hasta el 75 por ciento. Los clientes, como dijo The New York Times, parecían más interesados en el divorcio de su primera mujer, Susie, y el reality de su hija, Ally, que en la ropa de Hilfiger. Incluso se propagó el bulo de que el diseñador había hecho comentarios racistas en el programa de Oprah Winfrey, donde en realidad nunca había estado (ella lo calificó como una “mentira muy gorda” cuando ambos lo aclararon, en directo, años después). El mercado europeo, sin embargo, seguía funcionando bien. Su caché seguía intacto. Y eso fue, en 2006, lo que convenció al fondo de inversión Apax Partners para pagar 1.600 millones de dólares por la atribulada firma. Cuatro años después, la empresa estaba de nuevo reluciente, de modo que Apax la vendió al dueño de Calvin Klein, el gigante norteamericano Phillips Van Heusen. Por el doble.

El nombre de Tommy Hilfiger sigue significando ropa para todos los públicos. Bien posicionado en su nicho de calidad accesible, ya sin necesidad de espectáculos, y dentro de los confines estéticos que la propia experiencia ha ido acotando: “Lo preppy puede ser rock and roll. Puede ser surfero. Y también puede ser sofisticado. Significa prendas clásicas norteamericanas. Pero nunca algo mediocre”, afirma. Conserva su sonrisa blanquísima y disfruta de la vida junto a su segunda mujer, Dee Ocleppo, con quien se casó en 2008. Su casa de Miami y el dúplex que habita en el Hotel Plaza en Nueva York; el Ferrari que conduce y su colección de pop art, están lejos de la sencillez estudiantil que cultivaba hace tres décadas, pero son los trofeos de alguien a quien ya no le hacen falta piruetas mercadotécnicas para generar titulares. Le basta con buscar en su propia agenda al protagonista adecuado de su próxima campaña de ropa interior.

“¿Sabes? Tengo 63 años. Vengo de orígenes humildes y doy gracias por lo que tengo. Pero lo he visto todo. He ido a todas las fiestas y he conocido a todos los famosos. No hay mucho que me pueda impresionar”, dice justo antes de que un secuaz dé la entrevista por terminada. ¿Y quiénes son hoy los cinco diseñadores más importantes de la moda masculina? “Armani y Ralph Lauren son grandes. Calvin Klein. Y... ¿Tommy Hilfiger, tal vez?”. La falsa modestia es de principiantes

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Sobre la firma

Daniel García López
Es director de ICON, la revista masculina de EL PAÍS, e ICON Design, el suplemento de decoración, arte y arquitectura. Está especializado en cultura, moda y estilo de vida. Forma parte de EL PAÍS desde 2013. Antes, trabajó en Vanidad y Vanity Fair, y publicó en Elle, Marie Claire y El País Semanal. Es autor de la colección ‘Mitos de la moda’.

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