Golpe al renacido orgullo alemán
La acción del piloto Lubitz ha sacudido las bases de la confianza nacional
Tras haber escuchado la información grabada en la primera caja negra, Brice Robin, el fiscal de la República de Marsella, anunció el jueves 27 de marzo la conclusión según la cual el copiloto Andreas Lubitz había decidido arrojar contra las rocas de los Alpes el avión con 150 personas a bordo, “con la voluntad de destruir el avión”, afirmó el fiscal con contundencia.
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En Alemania muchos protestaron contra lo que consideraban un “juicio precipitado” del fiscal. Incluso cuando poco después se revelaron informaciones acerca del estado psíquico del copiloto, sobre sus prolongadas y profundas depresiones, hubo no solo amigos de Lubitz sino incluso comentaristas y tertulianos, como el exministro Peter Ramsauer, que criticaron con sarcasmo la conclusión del fiscal francés.
A muchos alemanes les costó aceptar que de sus filas saliera alguien capaz de destruir deliberadamente un avión con pasajeros a bordo. Para ayudarles a tragar la amarga pastilla, el periódico más leído en Alemania, Das Bild, publicó al día siguiente de la destrucción una foto del copiloto con un título que exclamaba: “Amok pilot” (piloto endemoniado). De la imagen se desprendía un claro mensaje: el joven en la foto no es uno de nosotros sino una oveja negra.
Era una foto de Lubitz corriendo una maratón desencajado por el esfuerzo, pero el periódico la manipuló sacándola de contexto. Así, el diario populista pretendía asegurar a sus lectores que un monstruo parecido no tenía nada que ver con la gente de bien. Sin embargo, tenía mucho que ver con ellos. Y no solo con los alemanes sino con todos nosotros.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania pasó tres décadas purgando los horrores del nazismo. Cuando en 1981 Helmut Schmidt declaró que la política exterior alemana no debería “seguir siendo rehén de Auschwitz”, se inició un renacer de la “vía alemana” que, como apunta el historiador Hans Kundnani, tomaba como punto de referencia el nacionalismo alemán del siglo XIX según el cual los alemanes debían sentirse superiores a los anglosajones, sobre todo en materias de estrategia, planificación y economía. Al iniciarse el 2000, los alemanes ya estaban orgullosos de su éxito como país exportador y, siempre según Kundnani, su orgullo rozaba el nacionalismo y la idea de Bismarck de la superioridad alemana.
Al iniciarse la crisis económica y financiera en 2008, Alemania estaba convencida de que la crisis era cosa de los demás, sin plantearse siquiera que los bancos alemanes habían prestado dinero a los demás países de forma irresponsable. Entonces el Gobierno alemán introdujo a la fuerza en la Unión Europea la política de austeridad. “Alemania ya no exporta solo sus bienes sino también sus reglamentaciones”, ha comentado la respetada revista alemana Der Spiegel en un reciente artículo titulado significativamente “El Cuarto Reich”. Se impuso la metáfora de “Transfer Union”, según la cual Alemania transfiere enormes sumas de dinero de sus contribuyentes a los demás países de la Unión Europa. Al director del BCE, Mario Draghi, que hace unos meses ayudó de modo decisivo a reforzar la credibilidad del euro, Jens Weidmann del Bundesbank le describió con otra metáfora de raíz alemana: la de Mefistófeles que encuña moneda falsa, o sea, que le comparó simple y llanamente con el diablo.
En la crisis económica, en la que se percibieron como triunfadores, los alemanes reforzaron su nueva identidad que habían venido forjando durante décadas: la de una economía fuerte, el trabajo hecho con esmero y precisión, los planes detallados y perfectamente ejecutados para cualquier empresa de envergadura. Como ha destacado The New York Times, la campaña publicitaria actual de Mercedes-Benz reza que sus coches son “los mejores del mundo”, lo mismo que declara Lufthansa.
Efectivamente, hasta que sucedió la catástrofe aérea, Lufthansa había sido otro símbolo del éxito alemán y uno de los faros en los que reposaba la identidad alemana. Pero el caso Lubitz ha puesto de manifiesto que esa identidad no es tan inquebrantable como parecía.
Lo cierto es que el sistema tiene más rendijas de lo esperado. Y no solo el alemán. Aunque Das Bild intentara mostrar al copiloto como a un degenerado, la verdad es que Lubitz no fue sino el hijo de su tiempo, de nuestro tiempo. Las sociedades occidentales y el sistema político-económico, con la preocupante connivencia cada vez mayor del sistema escolar y universitario, tienden a producir individuos para quien solo cuenta el éxito profesional. Individuos aislados que, si no se sitúan como triunfadores, quedan marginados por su entorno como unos parias.
Esos “perdedores” sueñan con llevar a cabo “algo grande que esté a la vista del mundo entero, algo que haga cambiar al sistema”, según confesó Lubitz a una amiga. Y si la sociedad no les deja producir algo constructivo, entonces la obra excepcional de su vida puede ser destructiva, como lo fue en el caso del joven copiloto. Tanto las grandes empresas como la sociedad en general deberían reflexionar sobre la imposición de valores que privilegian el éxito y la notoriedad a cualquier precio. Y tomar las medidas pertinentes para que un drama personal —siempre los habrá— no derive en una tragedia colectiva.
Monika Zgustova es escritora.
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