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Tribuna
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¿Secuestrados por el populismo?

El malestar social se ha dirigido contra los que monopolizaron el sistema durante casi cuarenta años

Las elecciones europeas de mayo de 2014 han marcado un antes y un después en la vida política española. El suelo firme es ahora arena movediza. A los cinco diputados obtenidos por Podemos le siguieron toda una retahíla de estudios de opinión en los que un movimiento tectónico parece inminente: el sistema de partidos consolidado en 1982 podría enfilar el camino hacia su extinción, como si de un pesado dinosaurio se tratase.

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Este mismo 2015, año electoral por partida triple, se encargará de comprobarlo. Veremos si llega la sangre al río y a quién afecta más la hemorragia.

La inminente irrupción en las instituciones de Podemos y Ciudadanos —junto al desgaste que se augura a PP, PSOE, UPyD e Izquierda Unida— ha dado lugar a toda una marea de artículos de opinión y columnas en prensa. Como esta. La ocasión, desde luego, lo merece.

Dejando al margen los análisis interesados (ideología, partidismo) y las posturas más hooligan, me gustaría discutir aquí los principales argumentos de un diagnóstico recurrente en los últimos tiempos. Una línea de pensamiento que responde con un “sí” a la mayoría de las siguientes cuestiones:

¿Está siendo secuestrada la política española por el populismo? ¿Hemos entrado en una suerte de democracia mediática en la que lo que prevalece es la hegemonía de unos medios de comunicación que reducen lo político a la anécdota, el escándalo, la simplificación y la bajeza? ¿Las tecnologías de la información no hacen sino acentuar estas dinámicas?

Pero, sobre todo, ¿el ciudadano de a pie se encuentra cómodo en este sistema democrático de baja calidad, disfruta de él y se regocija de la sustitución de la política tradicional (seria, sesuda, conveniente) por otra bien distinta basada en el entretenimiento morboso y el chismorreo?

El pasado 19 de febrero publicaba Fernando Vallespín una interesante reflexión en este mismo diario (Teatrocracia) que me servirá para ilustrar, a la contra eso sí, mi visión de los hechos.

El rigor argumentativo en el debate político se subordina a la distracción y el entretenimiento. Se trata éste de un lamento tan antiguo como la propia existencia de la sociedad de masas. Cuando la participación y la opinión sobre política se extienden más allá de los cualificados círculos de las élites se entiende —como hacía Platón hace más de 2.000 años— que estos nuevos opinantes contaminan con su ignorancia el debate público.

Los nuevos emisores y canales dan cobertura a alternativas hasta hace sólo unos meses impensables

La vía contemporánea de la opinión (doxa) se lleva a cabo a través de los medios de comunicación y, sobre todo, de la televisión. Las últimas tendencias parecen apuntar, además, hacia una ampliación de voces y medios. Nuevos emisores y canales que, por cierto, dan cobertura a alternativas hasta hace sólo unos meses impensables.

Parte de la argumentación política, desde luego, ve disminuida su calidad de fondo, su belleza museística. Esa es la cruz. Pero la cara de la moneda brilla más: la extensión del debate público (aunque sea estereotipado) a una mayor parte de la ciudadanía. La exigencia y el espíritu crítico aumentan, aunque no superen “la prueba del algodón” de la retórica clásica.

La audiencia permanece expectante por ver quién despelleja a quién. Tal afirmación constituye una extensión del primer argumento. Se dice que la falta de rigor nos conduce hacia un mundo dominado por el ataque y el negativismo. Y ello, necesariamente, es malo.

Dos circunstancias me inclinan a ponerlo en duda. En primer lugar, existe toda una tradición en comunicación política (iniciada por John G. Geer en su libro In Defense Of Negativity) que sostiene que una comunicación “al ataque” lejos de dañar el sistema democrático lo hace más consistente.

El negativismo político-mediático amplía el nivel de información disponible y, con ello, las capacidades deliberativas de la ciudadanía. La comunicación política propositiva, por el contrario, adolece de contraparte, de espíritu crítico al acecho, de dedo señalador de las carencias de una gestión que, por supuesto, aparece caracterizada siempre como la mejor de las posibles.

Se compartan o no estos argumentos al menos deberíamos de ser capaces de aceptar una simple moraleja: no asumamos acríticamente que toda comunicación al ataque es siempre perjudicial. Podría no serlo.

En segundo lugar, no parece claro que la política actual sea más “despellejadora” que la de épocas pasadas, claramente tendentes al empleo de la violencia física y el autoritarismo. En los tiempos que corren se nos antojan lejanas este tipo de amenazas.

El malestar social que asoma en España no se dirige, por tanto, hacia el sistema en su conjunto sino hacia aquellos que lo han copado durante casi 40 años. Y hacia las prácticas patrimonialistas y corruptas de una minoría que ha terminado por colocar a la clase política en su conjunto entre las principales preocupaciones de la ciudadanía.

No me parece, en fin, que hayamos llegado a un punto en el que merezca la pena añorar tiempos y retóricas pasadas. Más bien al contrario. El horizonte nos muestra una sociedad más abierta, plural y dinámica. Con los peligros e incertidumbres que todo ello conlleva.

Antón R. Castromil es profesor de Opinión Pública en la Universidad Complutense de Madrid.

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