El menos común de los sentidos
La paz entre israelíes y palestinos es difícil, pero esa causa no está perdida del todo
En los análisis políticos actuales suele notarse una fuerte ausencia de sentido común, el menos común de los sentidos, como decía alguien por ahí. Muchos, por ejemplo, se sorprendieron por el triunfo de Netanyahu y de su partido, el Likud, en las elecciones de Israel del martes pasado. Las encuestas indicaban tendencias diferentes, y daba la impresión de que la opinión pública internacional se hacía ilusiones. Soñaba, al parecer, con el final del largo periodo de Gobierno de mano dura que se imponía desde Jerusalén. Esperaba con impaciencia salir a las calles a celebrar la formación de un Gobierno centrista o de centro izquierda, que pusiera más énfasis en las reformas sociales y menos en los problemas puros y duros de seguridad y de guerra.
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Viajé a Israel hace ya alrededor de 10 años, en un periodo de relativa tranquilidad, invitado por el Instituto Cervantes de Tel Aviv. Recuerdo encuentros con ciudadanos de Israel que tenían orígenes chilenos, que habían pasado años de infancia y de juventud entre nosotros, y que me daban impresiones bastante equilibradas, informadas, interesantes, sobre los conflictos de todo el Oriente Próximo. No se podía sostener que fueran versiones ultranacionalistas, sesgadas, autoritarias. No es imposible que estas mismas personas, ahora, hayan asumido posiciones más radicales. Pero es necesario hacer un esfuerzo importante, decidido, para entender. El único punto de partida serio de un camino hacia la paz, inevitablemente lento, accidentado, difícil, es el deseo de comprender, el de alcanzar un conocimiento abierto, libre de prejuicios. En esa visita a la ciudad de Tel Aviv, seguida de breves viajes a lugares cercanos, de una mañana entera en Jerusalén, supe algunas cosas, pero sobre todo respiré una atmósfera intensa, particular, un conflicto que en esos días se intentaba moderar, pero que estaba a la vista, en carne viva. Un joven palestino que había nacido en la ciudad de Ovalle, en el norte de Chile, cuyos padres habían tenido un comercio en la plaza principal, me mostraba lugares, me presentaba a conocidos suyos y me contaba su historia personal. Sus padres habían decidido regresar de Ovalle a Jerusalén hacía algunos años. Su casa de familia en territorio fronterizo palestino había sido destruida en un momento de conflicto armado y habían vuelto a la pacífica plaza de Ovalle, donde asistí una vez a una provinciana y simpática feria del libro. Terminaron por regresar de nuevo a Jerusalén, pero la situación distaba mucho de ser clara y segura. Nada más distante en esos puntos de conflicto agudo que la claridad y la seguridad. Nada más deseable y más ajeno.
Durante esa mañana en Jerusalén, pasé a la parte judía de la ciudad, a la del Muro de las Lamentaciones, y tuve que someterme a controles estrictos de seguridad. Uno de mis acompañantes, funcionario de la Embajada chilena, sacó un teléfono celular a un metro de las piedras milenarias donde la gente rezaba con movimientos rítmicos del cuerpo. Se produjo un escándalo de proporciones y tuve que intervenir y negociar, a pesar de que entonces me encontraba lejos de la diplomacia, para impedir que el incidente llegara a niveles más graves.
Me imagino que saldrá un Gobierno de trinchera, de combate, de desconfianza
En la tarde de esa jornada en Jerusalén regresé a Tel Aviv y quise ir de compras a un supermercado. Me encontré con la sorpresa de que para ingresar a ese recinto comercial, lleno de materias tan inocentes como plátanos, dátiles, jabones, escobillas de dientes, había que pasar por un detector de metales y someterse a otro riguroso control. Estábamos en días de paz por lo menos aparente, pero de cuando en cuando estallaban vehículos con bombas, o caían proyectiles disparados desde más allá de las fronteras. Era un estado notorio de guerra latente, y como siempre ocurre, cada lado atribuía la culpabilidad completa, sin matices de ninguna especie, al lado contrario. Más de uno se habría comprometido de inmediato, sin pensarlo dos veces, con alguno de los lados, pero tengo la pésima costumbre de pensar las cosas dos veces, y hasta tres y cuatro veces, y esto me colocaba en una posición que se habría podido definir como hamletiana. La conciencia de la complejidad de todo el asunto me volvía cobarde, como le ocurría al joven príncipe de Dinamarca.
Frente a la candidatura de la reforma interna, del énfasis económico y social, se impuso en Israel, en las elecciones recientes, la opción de la defensa pura, el criterio militar. No sé todavía cómo se desarrollan las conversaciones para formar Gobierno, pero me imagino que saldrá un Gobierno de trinchera, de combate, de desconfianza. No era el resultado inevitable de la elección, como lo demostraban las encuestas, pero tampoco era un resultado imprevisible. El camino de la paz se hará más largo y más intrincado, y podría ocurrir que no conduzca, al menos durante largos años, a ninguna parte. No creo, sin embargo, que la causa pacífica esté completamente perdida. Si fuera así, sería grave para la región, pero también sería grave para todos nosotros. Podemos retirar a todos los embajadores que nos dé la gana: no contentaremos a nadie y no servirá para absolutamente nada.
Jorge Edwards es escritor.
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